Pero sin necesidad de pruebas se puede asegurar que aquellos
cañones eran muy mortíferos, y en cada disparo caían combatientes como espigas
en un campo que se está segando. Junto a semejantes proyectiles, ¿qué
significaba aquella famosa bala que en Coutras, en 1587, dejó fuera de combate
veinticinco hombres?
¿Qué significaba aquella otra bala que en Zorndoff, en 1758,
mató cuarenta soldados? ¿Qué era en sustancia aquel cañón austriaco de
Kesselsdorf, que en 1742 derribaba en cada disparo a setenta enemigos? ¿Quién
hace caso de aquellos tiros sorprendentes de Jena y de Austerlitz que decidían
la suerte de la batalla? Cosas mayores se vieron durante la guerra federal. En
la batalla de Gettysburg un proyectil cónico disparado por un cañón mató a
ciento setenta y tres confederados, y en el paso del Potomac una bala Rodman
envió a ciento quince sudistas a un mundo evidentemente mejor. Debemos también
hacer mención de un mortero formidable inventado por J. T. Maston, miembro
distinguido y secretario perpetuo del Gun-Club, cuyo resultado fue mucho más
mortífero, pues en el ensayo mató a ciento treinta y siete personas. Verdad es
que reventó.
¿Qué hemos de decir que no lo digan, mejor que nosotros,
guarismos tan elocuentes? Preciso es admitir sin repugnancia el cálculo
siguiente obtenido por el estadista Pitcairn: dividiendo el número de víctimas
que hicieron las balas de cañón por el de los miembros del Gun-Club, resulta que
cada uno de éstos había por término medio costado la vida a dos mil trescientos
setenta y cinco hombres y una fracción.
Fijándose en semejante guarismo, es evidente que la única
preocupación de aquella sociedad científica fue la destrucción de la humanidad
con un objeto filantrópico, y el perfeccionamiento de las armas de guerra
consideradas como instrumentos de civilización.
Aquella sociedad era una reunión de ángeles exterminadores,
hombres de bien a carta cabal.