En resumidas cuentas: aquello era grotesco y ultrajante.
Corría el mayor de un lado para otro, tratando de atrapar a los burlones,
pero todos se le escapaban. Y cuanto más se afanaba, más en
ridículo se ponía. No había transcurrido ni una hora,
cuando todos, grandes y pequeños, sabían ya que el mayor Patudo se
había comido un pardillo. El bosque entero estaba indignado. No era eso
lo que esperaban del nuevo voivoda. Pensaban que el bosque y el pantano se
cubrirían de fama a los ecos de una gran degollina, y él,
¡valiente cosa había hecho! Y adondequiera que se dirigiese Mijailo
Ivánich, por doquier, a diestro y siniestro, se alzaba un clamor:
"¡Imbécil, gran imbécil! ¡Se ha comido un
pardillo!"
Patudo, sin saber a dónde acudir, lanzaba terribles
juramentos. Sólo una vez en su vida le había ocurrido algo
semejante. Le sacaron entonces de su guarida y le echaron una verdadera
jauría de gozques. Los hijos de perra se aferraron a él,
mordiéndole en las orejas, en el cogote y en salva sea la parte...
¡Qué cerca vio la muertel Sin embargo, salió del trance como
Dios le dio a entender: dejó lisiados a una decena de gozques y
escapó de los demás. Pero ahora no podía escapar a
ningún sitio. Cada mata, cada árbol, cada terrón del
pantano se burlaban de él, como si estuvieran vivos, ¡y él
tenía que escuchar y aguantar aquello! Hasta un pájaro tan bobo
como el búho, enterado por los otros de lo sucedido, gritaba por las
noches con bronca voz: "¡Imbécil! ¡Se ha comido un
pardillo!"
Pero lo peor del caso era que no sólo sufría
personalmente humillaciones, sino que veía que el principio de autoridad
se desmoronaba de día en día, en sus propios cimientos.
Además, como se propagase la noticia a las selvas comarcanas,
¡también allí se reirían de él a más no
poder!