-¿Quién es el haragán que anda dando
saltos por el cuerpo del voivoda? -rezongó al fin con voz tonante.
El pardillo debía haber levantado el vuelo, pero tampoco
en este caso cayó en la cuenta. Quedó estupefacto, maravillado:
¡el tronco habla hablado! Y claro, el mayor no pudo contenerse: le
echó la zarpa al grosero aquel y sin discernir quién era, a causa
de la borrachera, se lo comió. Se lo comió, y, cuando se lo hubo
comido, recapacitó: "¿Oué me he comido yo?
¿Qué clase de insurgente es éste, del que no queda rastro
entre los dientes?" Estuvo largo rato piensa que te piensa, pero nada
adivinó el muy bestia. Se lo había comido y asunto concluido. Y la
majadería no tenía ya remedio. Porque aunque se hubiese zampado al
más inocente de los pájaros, de todos modos, se pudriría en
la barriga del mayor exactamente igual que el más criminal.
-¿Por qué me lo he comido? -se preguntaba Patudo-
El León, al mandarme aquí me advirtió: ¡haz
sólo cosas grandes, ¡no te ocupes de pequeñeces! Y yo, a las
primeras de cambio, ¡he tenido la ocurrencia de tragarme un pardillo!
Bueno, no importa. ¡La primera hojuela nunca sale buena! Menos mal que,
por lo temprano de la hora, nadie ha visto mi majadería.
¡Vanas ilusiones! Patudo no debía saber
seguramente que, en la esfera de las actividades administrativas, la primera
falta es la más fatal. Ignoraba que cuando al principio de la carrera
administrativa se toma una dirección oblicua, ésta,
posteriormente, aparta más y más de la línea recta.