La cosa no tenía remedio; Patudo II se apenó un
poco, pero no perdió el ánimo. "Ya que no puedo matarles el
alma a estos canallas, por no tenerla -se dijo-, ¡habrá que
arrancarles directamente la pelleja!"
Dicho y hecho. Eligió una noche de las más
oscuras e irrumpió en el corral de un mujik vecino. Uno tras otro le
degolló el caballo, la vaca, el cerdo, un par de ovejas, y aunque
sabía el muy miserable que había arruinado al mujik por completo,
aquello le parecía poco. "¡Ahora verás -amenazaba-
cómo te destrozo la casa, sin dejar tronco sobre tronco! ¡Te
echaré a pedir limosna por esos mundos, para siempre!" Y se
subió al tejado dispuesto a cumplir su malvado propósito. Pero no
reparó en que la parhilera estaba podrida. Apenas puso las patas en ella,
se partió y hundió. El mayor quedó colgado en el aire; vio
que el batacazo era inevitable, pero no quería dárselo. Se
aferró con las garras a un trozo del madero y empezó a dar broncas
voces.
Acudieron los mujiks. al ruido, unos con estacas, otros con
chuzos o hachas. Por dondequiera que tenía el oso la mirada, una buena
somanta le esperaba. La valla estaba rota, el corral abierto, el establo lleno
de charcos de sangre. Y en medio del patio, el forajido suspendido en el aire.
La indignación de los mujiks estalló.
-¡Ah, maldito! Quiere ante sus jefes méritos
contraer, ¡y nosotros nos debemos perder por él! ¡Venga,
hermanos, hagámosle los honores!