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No obstante, su carrera fue aún más breve que la de Patudo I.

Cifraba principalmente sus esperanzas en destruir una imprenta al llegar, según le había aconsejado el Burro. Pero resultó que en toda la selva que le fuera encomendada no existía ni una sola imprenta; los más viejos vecinos del lugar recordaban que, en días remotos, había habido -allí, al pie de aquel pino- una máquina de imprimir a mano, propiedad del Estado, con la que se tiraba un periódico forestal; pero en tiempos de Magnitski I, la maquinita había sido quemada en público y no había quedado más que una oficina de la censura, la cual encomendó a los estorninos la función de voceros de prensa. Estos, todas las mañanas, al volar por el bosque, difundían las noticias políticas del día sin causar a nadie la menor molestia. Además, se tenía conocimiento de que un picamaderos escribía sin cesar en la corteza de un árbol la Historia de la selva, pero las ladronas de las hormigas, conforme la corteza se iba cubriendo de inscripciones, la horadaban y se la llevaban poco a poco. Y, de este modo, los mujiks del bosque vivían sin enterarse del pasado ni del presente y sin otear el porvenir. Dicho de otra manera: vagaban, dando tumbos de un lado para otro, envueltos en las tinieblas de los tiempos.

Entonces el mayor preguntó si no había, al menos, en el bosque una universidad o siquiera alguna academia que quemar; pero resultó que también en aquello se le había adelantado Magnitski: a la universidad en pleno la había incorporado a unos batallones de línea, y a los académicos los había metido en un tronco hueco, donde continuaban hasta la fecha en estado letárgico. Se enfadó Patudo y exigió que le trajeran a Magnitski inmediatamente para hacerlo pedazos ("simlia similibus curantur"), pero le contestaron que, por voluntad divina, había muerto.

 
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