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Primero, que los indígenas americanos no eran los cobardes que,
a pesar de ser una inmensa mayoría, se dejaron vencer por unos cuantos
valerosísimos soldados invasores. Cuando los conquistadores llegaron al Nuevo
Mundo, traían un bagaje de conocimientos militares muy antiguo que se fue
perfeccionando con el tiempo y con la práctica, y así, no sólo eran duchos en la
defensa y en el ataque con pocos hombres, sino que, además, poseían diabólicas
armas de fuego con las que podían matar con precisión y con seguridad, desde
mayor distancia que con un simple tiro de flecha. Esas técnicas y esas tácticas
bélicas eran desconocidas por nuestros aborígenes que basaban sus ataques casi
exclusivamente en el número de combatientes envalentonados por la chicha, y en
las emboscadas; y la defensa, en la velocidad de los pies. Por otra parte, sus
armas eran tan rudimentarias, que causaban, salvo excepciones, pocos estragos en
la integridad física de los invasores protegidos, con casco, sayo de armas,
rodelas y canilleras que los hacían casi inmunes a los garrotazos y a las
flechas. Tan elementales eran esas armas, que echaban mano de la más elemental
de todas, ¡la piedra!, como lo anota Don Juan de Castellanos:
De españoles quedaron muertos siete
y Tapias, Capitán, muy mal herido
de una crudelísima pedrada
que le llagó la mano del espada.
y fray Pedro Simón, quien relata que los yariguíes,
(nación indígena asentada entre los ríos Carare y Sogamoso, donde queda la
actual Barrancabermeja), construyeron en la espesura de la selva una fortaleza
con numerosas garitas desde donde "con seguridad suya lanzaban flechas, dardos y
piedras". Así pues, nuestros indígenas no eran las mansas ovejas que defendía a
ultranza Fray Bartolomé de las Casas contra los abusos de los españoles. Don
Juan de Castellanos pone en boca de Fray Pedro de Palencia, párroco del Valle de
Upar, la queja por los repetidos incendios que los indios tupes provocaban a su
iglesia, la cual queja tiene todos los ribetes de un sarcasmo:
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