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CAPÍTULO I Cerdeña. Marcons En este apartado rincón de lo que llaman Sardeña, sobre el moderado acantilado de sus blancas playas del sur, en el que llevo confinado desde que a mis diez años el mar me arrojó a estas costas, me ha asaltado la necesidad o curiosidad de ir redactando las experiencias que mi destino permita que goce o sufra. El aprendizaje de las letras, su lectura y escritura, han despertado en mí el hormigueo de la emulación: también yo quisiera ver reflejadas sobre el papel las vivencias que el paso de los años me haga vivir. Estamos en la primavera del año del Señor de mil doscientos cuarenta y seis cuando inicio mi crónica, con los útiles que me ha proporcionado la benevolencia de mi maestro. Sentado en el tocón de un árbol y teniendo ante mí la pequeña mesa de tablas que he construido, empiezo mi andadura por este papel amarillento que deseo me muestre la incógnita de lo que esconde. Y así comienzo, con la gracia de Dios. Soy natural de la ahora casi despoblada isla de Formentera, al sur de la de Ibiza, a unas escasas leguas marítimas del litoral de la taifa de Denia, a la cual había pertenecido hasta la conquista de mi isla por el Rey Jaime I de Aragón, bajo la acción de las huestes del Arzobispo Guillem de Montgrí, en 1235. Nací en el mes de enero de 1236. Mis padres son aragoneses de Jaca, emigrantes a la tierra de Ampurias, desde la que emprendieron el viaje a Formentera junto a un buen contingente de colonos aragoneses y ampurdaneses. Me impusieron en el bautismo el nombre de Cristino. Mi padre era cordelero-guarnicionero y seguía al ejército por cuanto éste, decía, siempre ofrecía muy buenas oportunidades para el desarrollo de su industria.
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