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Un amanecer, seguí a mi maestro sin ser notado por él, bajando por entre los resquicios de los roquedales, de las ya florecidas aliagas, de los viejos y recientes romeros, de las palmas enanas, perdiendo de vista a veces a mi maestro pero siguiendo siempre con la mirada el trazo terroso de la vereda que zigzagueaba descendiendo hacia el valle.
Desde mi observatorio, ora tras un desvencijado carro, ora tras la protección de un montón de carbón, ora tras cualquier otro objeto que me brindase colmada protección y disimulo, observé cómo mi maestro colocaba su mercadería en el suelo; cómo la iba vendiendo por unas monedas o a cambio de otros productos, en un trueque que me resultaba tan familiar; y cómo, ya avanzada la mañana, se acercaba a algunos puestos, donde depositaba en las manos de la mujer o del hombre que los regentaban algunas monedas, dejaba un capazo, unas alpargatas, unas tiras tejidas o cualquier otro artículo de su industria, en lo que parecía ser un loable acto de caridad, y se alejaba de la plaza. Luego, lo vi acudir a una cabaña de adobes, situada a la salida de la población, salió a la desvencijada puerta una anciana, y recibió en sus manos lo que mi maestro le ofrecía; llevó a sus labios lo que parecían monedas y ambos se despidieron.
Se instaló en un rincón y comió su refrigerio tras una quietud de reverente recogimiento.
Pensé que ya había visto lo suficiente y decidí regresar a la cabaña, antes que pudiera hacerlo mi maestro. Era pasada, largamente, la hora que en mi tierra llamaban del ángelus; y la subida hasta llegar al enclave me ocuparía media tarde. No había comido y sentí hambre. Tomé un poco de pan y unas bayas; y ese iba a ser mi pobre yantar aquella tarde. El buen Elco, venerado anciano que tanta simpatía me prodigó desde un principio, me trajo unas uvas moradas.
Así era el rutinario devenir de mi vida de adolescente en aquel lugar, con aquellos religiosos y en aquellas circunstancias. Marcons iba destilando en mi mente desconocidos pensamientos. En la soledad de mi lecho de hojas, notaba cómo mi maestro, tumbado en el suyo, dirigía hacia mí sus penetrantes y turbadores ojos; cómo una sutil brisa emanaba de aquella mirada desconcertante e iba instilando en mi cerebro no sé qué innombrable droga…

 
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La Nueva Jerusalén de Joaquín Muñoz Romero   La Nueva Jerusalén
de Joaquín Muñoz Romero

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