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–¿De qué profecía me estáis hablando? –pregunté, naturalmente intrigado.
–De esas premoniciones que nos llegan por los sentidos y que, muchas veces, querido Simón, se revisten con el ropaje de los sueños. Soñé, cuando llegué a esta isla, o viví como si hubiera tenido un sueño, tu aparición en estas playas abandonadas. Pero aquel niño de aquel sueño o vivencia premonitoria avanzaba hacia mí, sobre las aguas, sonriendo y llevando en las manos extendidas un libro que dejó en la playa, con el reflujo de la última ola. ¡Mi viejo libro! El Santo Evangelio de San Juan, copiado por mí mismo de un antiquísimo códice oriental… Lo imaginé deshecho por las aguas, pero estaba completamente seco. Miré hacia el mar… Tú habías desaparecido. Hubo, en adelante, bastantes revelaciones de las características de la reseñada… Me acostumbré a escuchar de mi maestro tales “iluminaciones”. No sé si iban dejando mi mente proclive a impregnarse de las santas, místicas enseñanzas del buen fraile. Lo cierto es que sentía un reverencial respeto por aquel hombre que, doctrinas aparte, era un portento de erudición, admirativa y religiosamente reconocida y respetada por los frailes del enclave y, al poco tiempo, por mí mismo. Se iniciaba la mañana, muy temprano, con el rezo colectivo de un paternoster. Los no ordenados, simples auditores, no podíamos dirigirnos directamente al Padre: debían hacerlo ellos, a nuestra petición. Preparábamos los alimentos y los comíamos al aire libre. Los días de lluvia o de excesivo frío, lo hacíamos en el interior de la cabaña. Nos alimentábamos de frutas, bayas, caracoles, pescado que atrapábamos en el riachuelo con las manos; también con nasas en aguas poco profundas de la playa, en los esteros y en los regatos menguados que venían a diluirse en el mar. Mi maestro tejía, en el interior de la cabaña, largas tiras de esparto albardín y cáñamo de Callosa; confeccionaba con hojas de palmito pequeños y grandes bolsones y capazos, así como alpargatas de esparto picado. Todo ello lo bajaba al mercado del pueblo, una vez por semana, del que regresaba cargado con otros artículos y vituallas.
En varias ocasiones le pedí que me permitiese acompañarle, pero en los primeros tiempos se negó rotundamente.
Pero yo no iba a renunciar a volver a verme rodeado de gente, como lo estaba en mi pueblo los jueves por la mañana en la plaza; y todas las tardes en el embarcadero, asistiendo al apacible o tormentoso espectáculo del regreso de los pescadores.

 
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