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Tuve la oportunidad de aprender a leer y escribir el árabe, con aceptable aprovechamiento, de un viejo musulmán de Fez, de los que permanecieron en la isla y que fue acogido por mi padre como ayudante. Ahmet era su nombre y nunca entendí, ni me explicó, por qué razón un moro ilustrado como él había recalado en Formentera… Compartí la zozobra de mis mayores ante la amenaza constante de los piratas de Berbería. Desde tiempos remotos, tanto en los de los almorávides como, posteriormente, en los de los almohades, asolaban nuestra costa y no dejaban nada que pudiera ser transportado en sus bajeles, fuera persona, animal o cosa… Y fue así como, en una de aquellas incursiones, de la que no pude zafarme, me vi a bordo de una de aquellas temidas embarcaciones, lejos del arrimo de mi padre, al que supe a salvo… Seguramente éramos conducidos a algún puerto del norte de África; sabíamos que ese era el destino habitual de los piratas berberiscos tras sus saqueos. En la tarde del tercer día de navegación, el cielo se pobló de rojas nubes viajeras. De madrugada, horrísonos truenos, tras incendiarios relámpagos, sacudieron el mar, y enormes olas encrespadas empezaron a batir los costados del navío y, a poco, a barrer la cubierta de borda a borda, arrastrando con ellas y lanzándolos al mar mil y un objetos; y no sé si hasta a personas. Yo me así tan fuertemente como pude a uno de los palos y tuve la suerte de hallar a mi lado la punta de una driza. La tomé con resolución y la enredé en mi cuerpo que afirmé al palo cercano a la popa. La cofa de mesana se desplomó y cayó cerca de donde yo estaba. El estruendo de la tormenta ahogaba cualquier otro ruido. La galerna crecía en intensidad. Los cabos libres de drizas, escotas y boza restallaban como látigos contra palos, velas y escalas. Debí perder el conocimiento, porque no recuerdo nada más de aquella horrible noche. En un estado de semiinconsciencia, percibí que alguien trataba de levantar levemente mi cabeza, con una fría mano posada en mi nuca.
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