Y los tres jinetes tomaron por un sendero del bosque y pronto se perdieron de vista.
Dick Turpin iba silencioso, como preocupado. Y tanto Peters como Batanero no intentaron hacerle
preguntas. No sabían porqué asunto se habían puesto en
camino ni adónde iban. Pero ya estaban habituados a la forma de ser de su jefe. Por otra parte, poco les interesaba. Se habían puesto incondicionalmente a las órdenes de Dick Turpin y con él habían vivido aventuras inenarrables. Al lado de un hombre del temple y la audacia de Dick, que exponía su vida constantemente en su lucha sin cuartel contra los poderosos, habían dado muestras de arrojo y de nobleza. Porque Dick exigía de sus hombres solamente valor e hidalguía, para defender a los desheredados, a los menesterosos, y a todos aquellos que fueran víctimas inocentes de la injusticia y del despotismo. El había sufrido en carne propia la maldad de los hombres sin escrúpulos y había jurado vengarse. Sus camaradas lo sabían y se habían unido a él para vencer o morir a su lado.
Los tres jinetes llegaron a un pueblo desconocido cuyas calles veíanse animadísimas y nuestros amigos detuviéronse frente a una tribuna levantada en una plaza y frente a la cual bailaban los mozos del lugar con apuestas y garridas muchachas, al compás de una alegre banda.
Dick se adelantó, dirigiéndose hacia un joven de distinguido aspecto que estaba sentado en la tribuna.
-¿Sois por ventura el señor de Bassingham? -preguntóle Dick.
-Horacio de Bassingham para serviros -replicó el joven.