Era ya muy tarde aquella víspera de Año Nuevo, terriblemente fría, pero en las oscuras y heladas calles vagaba una pobre niñita descalza. Ciertamente al salir de su casa había tenido zapatillas, aunque no le sirvieran de mucho por lo grandes que le quedaban, como que habían pertenecido a su madre. Además, se le habían caído de los pies cuando la niña cruzó corriendo la calle para eludir dos coches que se le echaban encima a toda marcha. Una de las zapatillas no se encontró más; la otra la recogió un muchacho que escapó con ella.
Los pies descalzos de la pobre niña estaban parcialmente rojos y azules de frío. Llevaba una porción de fósforos en su viejo delantal y una caja de ellos en la mano, pero nadie le había comprado ninguno en todo el día, ni le había dado siquiera un cobre. La pobre criatura tenía hambre y se moría de frío, y parecía la viva figura de la miseria.
Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, graciosamente rizado en torno de su rostro, pero ella no prestaba atención a la nieve. En todas las ventanas se veían luces y un exquisito olor de ganso asado llenaba las calles, porque era la víspera de Año Nuevo. Y ella no lo podía olvidar.