“Alguien está muriéndose”, pensó la niña, recordando que su anciana abuela, la única persona que alguna vez fuera buena con ella, le había dicho: “Cada vez que cae una estrella, un alma sube a la presencia de Dios”.
Y encendió otro fósforo más contra la pared, y ahora vio a su abuela aparecer en el círculo de llama. La vio clara y distintamente, y parecía muy feliz y muy amable.
–¡Abuela! –exclamó la pequeña–. ¡Llévame contigo! Ya sé que te desvanecerás cuando se acabe el fósforo. Como la chimenea, como el ganso, como el hermoso árbol de Navidad.
Y encendió rápidamente un manojo entero de fósforos, en el deseo de retener a su abuela con ella. La luz del manojo brilló casi tanto como la del día. La abuela nunca había parecido tan alta y tan hermosa. Levantó a la niña en sus brazos y ambas se remontaron en una aureola de luz y alegría, hacia arriba, lejos, muy por encima de la tierra, hasta allá donde no había más frío, ni dolor, ni hambre... porque estaban con Dios.
La luz de la fría mañana encontró a la fosforerita sentada allí, en el rincón entre las dos casas, con las mejillas sonrosadas y una sonrisa. Muerta. Helada en la última noche del viejo año. El día de Año Nuevo amaneció sobre el cuerpecito sentado aún y con los extremos de los fósforos quemados en una mano.
–Sin duda trató de calentarse –dijeron. Pero nadie supo qué maravillosas visiones había visto, ni en qué esplendor había penetrado con su abuela en la gloria del Año Nuevo.