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Encontró un rincón donde una de las casas se pro­yectaba un poco más adelante de su vecina y allí se acurrucó, sentándose sobre sus pies, pero tenía más frío que nunca. Y no se atrevía a volver a casa, sin haber vendido un solo fósforo ni ganado siquiera una moneda. Su padre le pegaría sin duda, y además hacía tanto frío en su casa como en la calle. No tenían más que el techo para protegerse, y el viento silbaba por el interior de la habitación por más que se rellenaran las rendijas más anchas con trapos y paja.

La niña tenía las manos ya casi rígidas de frío. ¡Oh, un fósforo le haría tanto bien! Si se atreviera, si tu­viera valor para sacar uno de su caja y encenderlo para calentarse los dedos... Sacó uno. Lo frotó... ¡qué bien chisporroteaba, qué hermosa llama! Ardía con un brillo tan claro como el de una pequeña vela, y al acercarle la mano ¡el resplandor parecía tan ex­traño! La niña se imaginó que estaba sentada ante una gran chimenea con pulidos herrajes, dentro de la cual una espléndida hoguera ofrecía su agradable calor. Pero... ¿qué estaba sucediendo? En el mo­mento en que ella estiraba los pies para calentarlos, la hoguera se apagó y la chimenea se desvaneció en el aire... y la niña se encontró sentada con el cabo de un fósforo apagado en la mano.

Encendió otro. La llamita iluminó la pared, hacién­dola transparente, como de gasa. Y la niña pudo ver lo que había en el interior de la habitación. Vio una mesa tendida, con un mantel blanco como la nieve y un juego de linda porcelana. Y también un ganso asado, humeante y relleno de manzanas y ciruelas. Más aún: el ganso se levantó de su fuente con el cuchillo de trinchar clavado en el lomo, y avanzó oscilando por el aire hacia la pobre niña. Y en ese momento... el fósforo se apagó también, y ya no quedó nada que ver sino el espeso muro negro.

Encendió otro fósforo más. Esta vez se vio sentada bajo un encantador árbol de Navidad, mucho más grande y más vistosamente decorado que otro que ella había visto aquella misma Navidad espiando por las puertas de cristales de un rico comerciante. En las ramas lucían miles de velitas encendidas. Y mu­chos retratos en colores, como los que exhibían los escaparates, la miraban con expresión amable. La niña extendió las manos hacia ellos... y se extin­guió el fósforo. Todas las velitas de Navidad se fueron hacia arriba, más y más, hasta que no quedó duda de que sólo eran estrellas titilantes. Una de ellas cayó, dejando un brillante ramalazo de luz a través del cielo.

 
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La fosforerita de Hans Christian Andersen   La fosforerita
de Hans Christian Andersen

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