https://www.elaleph.com Vista previa del libro "El yesquero" de Hans Christian Andersen (página 2) | elaleph.com | ebooks | ePub y PDF
elaleph.com
Contacto    Martes 21 de mayo de 2024
  Home   Biblioteca   Editorial   Libros usados    
¡Suscríbase gratis!
Página de elaleph.com en Facebook  Cuenta de elaleph.com en Twitter  
Secciones
Taller literario
Club de Lectores
Facsímiles
Fin
Editorial
Publicar un libro
Publicar un PDF
Servicios editoriales
Comunidad
Foros
Club de lectura
Encuentros
Afiliados
¿Cómo funciona?
Institucional
Nuestro nombre
Nuestra historia
Consejo asesor
Preguntas comunes
Publicidad
Contáctenos
Sitios Amigos
Caleidoscopio
Cine
Cronoscopio
 
Páginas 1  (2)  3 
 

Pero cierta noche muy oscura, en que no le alcanzaba el dinero para comprar una vela, el soldado recordó de pronto que le quedaba un pequeño cabo en el viejo yesquero que él había extraído del árbol hueco. Buscó, pues, el yesquero con el cabo de vela y lo golpeó dos veces, como para encenderlo. Y al brotar las chispas del pedernal, la puerta de la habitación se abrió bruscamente, dando paso al perro de los ojos como platos que él había visto bajo el roble. El perro se detuvo ante el soldado y le dijo:

-¿Qué manda mi señor?

-¡Hombre! -exclamó el soldado-, no deja de ser éste un yesquero de buena clase, si ha de servirme para obtener lo que deseo. Tráeme dinero -ordenó al perro. Y el animal salió.

No tardó en volver sosteniendo en la boca un bolso lleno de monedas.

El soldado pudo apreciar qué tesoro tenía en el yesquero. Lo golpeaba, y aparecía el perro que guardaba el cofre de monedas de cobre. Al golpearlo dos veces, era el perro del cofre de plata el que se presentaba. Y si los golpes eran tres, acudía el perro del cofre de oro.

El soldado volvió a mudarse a sus lujosas habitaciones, y se vistió otra vez con las mejores ropas, con lo cual todos sus amigos volvieron a frecuentarlo, más afables que nunca.

Y el soldado empezó a pensar:

"Después de todo, no deja de ser raro que nadie pueda ver siquiera a la Princesa. ¡Todo el mundo dice que es tan hermosa! ¿De qué sirve eso si ha de estar siempre encerrada en ese palacio de cobre con tantas torres? Pero, ¿no podría yo encontrar el medio de verla? ¿Dónde está mi yesquero?"

Dio un golpe al pedernal y ¡zas! apareció el perro con ojos grandes como platos.

-Ya sé que es medianoche -dijo el soldado-, pero estoy muy ansioso por ver a la Princesa, aunque sea sólo un instante.

El perro salió enseguida por la puerta, y antes de que el soldado tuviera tiempo de pensarlo, estaba de vuelta con la Princesa. La traía sobre el lomo, profundamente dormida. Era tan linda que cualquiera podía advertir que se trataba de una verdadera princesa. El soldado, casi sin poder evitarlo, le dio un beso, porque era un verdadero soldado.

Luego el perro se retiró con la Princesa.

Pero la mañana siguiente, cuando el Rey y la Reina estaban tomando su desayuno, la Princesa contó que había tenido un maravilloso sueño acerca de un perro y un soldado. Había cabalgado a lomos de un perro y el soldado le había dado un beso.

-Es un bonito cuento -dijo la Reina.

Pero después de eso se hizo poner de guardia una dama de honor junto al lecho de la Princesa, para vigilar por si se trataba realmente de un sueño, o de otra cosa.

El soldado se quedó con deseos de ver otra vez a la Princesa, y una noche envió de nuevo el perro a buscarla. El animal la tomó y corrió con ella tan rápido como pudo, pero la dama de honor se calzó prestamente las zapatillas y se precipitó detrás de los fugitivos. Al verlos desaparecer por la puerta de una gran casa, se dijo:

"Ya sé dónde es".

Y trazó una gran cruz con tiza en la puerta. Luego volvió al Palacio y se acostó.

Al regresar el perro con la Princesa vio la cruz trazada sobre la puerta, tomó a su vez un trozo de tiza y dibujó cruces en todas las puertas de la ciudad. La maniobra fue hábil, pues la dama de honor ya no podría encontrar la puerta señalada, habiendo también señales en todas las puertas.

Por la mañana temprano, el Rey, la Reina, la dama de honor y los funcionarios de la corte fueron a ver dónde había estado la Princesa.

-¡Es aquí! -dijo el Rey al ver la primera cruz.

-No, mi querido esposo, es aquí -objetó, la Reina, que había visto otra puerta marcada con el mismo signo.

-¡Pero..., ¡aquí hay una! ¡Y aquí hay otra! -exclamaron todos.

Y no tardaron en comprender que era inútil seguir buscando.

Pero la Reina era una mujer muy inteligente, y sabía algo más que manejar una carroza. Tomó sus grandes tijeras de oro, cortó un trozo de seda y cosió una bolsita que llenó de trigo muy fino. Luego ató la bolsita a la espalda de la Princesa, y hecho esto abrió un pequeño orificio en el fondo de la bolsa, de modo que los granos fueran cayendo poco a poco por el camino que recorriera la Princesa.

A medianoche llegó de nuevo el perro; se puso la Princesa en el lomo y escapó con ella hacia donde estaba el soldado, que se hallaba tan enamorado de ella que hubiera deseado ser príncipe sólo para poder tenerla por esposa.

El perro no advirtió los granos de trigo que iban cayendo a lo largo del camino, entre el palacio y la ventana del soldado.

Por la mañana, el Rey y la Reina pudieron ver sin dificultad dónde había estado su hija, e hicieron arrestar al soldado, que fue a dar a un calabozo.

Y allí lo dejaron. ¡Qué oscuro y aburrido era aquello! Hasta que un día vinieron a decirle:

-Mañana te ahorcaremos.

No era una promesa agradable para el soldado y mucho menos habiéndose dejado el yesquero en el hotel.

Por la mañana pudo ver por las rejas de su ventanillo que la gente estaba llegando a toda prisa para verlo ahorcar. Oyó los tambores; vio los soldados marchando. Todo el mundo estaba en movimiento. Entre los circunstantes, el soldado vio a un aprendiz de zapatero con su delantal de cuero y sus zapatillas. El muchacho tenía tanta prisa que perdió una de sus zapatillas, la cual quedó bajo la ventana por donde el preso estaba observando el exterior.

-¡Eh, muchacho! ¡No te precipites! -dijo el soldado-. La función no empezará hasta que yo llegue. Pero si vas de una corrida hasta la casa donde yo vivía, y me traes mi yesquero, te daré una moneda.

El muchacho se alegró mucho con el ofrecimiento de la moneda, y salió corriendo en busca del yesquero. Lo trajo, se lo entregó al soldado, y... bien, ahora veremos.

En las afueras de la ciudad se había alzado un cadalso, alrededor del cual se desplegaban los soldados, sin contar una muchedumbre de gente del pueblo. El Rey y la Reina tomaron asiento en un lujoso trono, exactamente frente al juez y los consejeros.

El soldado subió la escalerilla, pero cuando iban a echarle la soga al cuello hizo notar que siempre se permite a un criminal, antes de sufrir su castigo, la satisfacción de algún deseo inofensivo, y que él deseaba mucho fumar una pipa, aunque fuese la última de su vida.

El Rey no quiso negar esa gracia. El soldado, pues, sacó su yesquero y lo golpeó sucesivamente por una, dos y tres veces. Y todos los perros conjurados por el yesquero se hicieron presentes; el de los ojos como platos, el que los tenía como piedras de molino, y el otro cuyos ojos eran tan grandes como la Torre Redonda.

-¡Socorredme! -exclamó el soldado-. ¡Evitad que me ahorquen!

Y los perros se lanzaron por entre los soldados y los consejeros, tomaron a uno por las piernas, a otro por la nariz, y los arrojaron a muchos metros en el aire, tanto que al caer quedaron destrozados.

-¡A mí no! -exclamó el Rey, pero el más grande de los perros los asió a él y a la Reina y los arrojó detrás de los otros. Los soldados quedaron aterrados y el pueblo gritó:

-¡Oh, buen soldado, serás nuestro Rey! ¡Cásate con la hermosa Princesa!

 
Páginas 1  (2)  3 
 
 
Consiga El yesquero de Hans Christian Andersen en esta página.

 
 
 
 
Está viendo un extracto de la siguiente obra:
 
El yesquero de Hans Christian Andersen   El yesquero
de Hans Christian Andersen

ediciones elaleph.com

Si quiere conseguirla, puede hacerlo en esta página.
 
 
 

 



 
(c) Copyright 1999-2024 - elaleph.com - Contenidos propiedad de elaleph.com