El arte
caduco
Tengo una tía, a la que quiero mucho. Es muy buena gente, aunque
está un poco gorda y pertenece a la secta de los Aleluyos.
Se llama Angradema y esta
casada con mi tío Menelao, que también es un alma de Dios, aunque no sabe la
diferencia entre Flandes y flanes.
A pesar de ostentar esos nombres y de no tener hijos, viven
aparentemente felices.
El otro día que me invitaron a comer, saqué el tema de la
escritura, de cómo se ha perdido, a causa de la televisión y del teléfono, el
género epistolar. Para que lo entiendan, les dije, del arte de escribir
cartas.
El asunto me sirvió para
comentarles que el robusto rey Enrique VIII, entre esposa y esposa, logró
establecer en Inglaterra el sistema postal organizado.
En ese punto mi tía me marcó el alto, me dijo que su experiencia
con ese medio de comunicación ha sido nefasto; pues aunque se dice que las
cartas no se pierden, a ella no le llegó nunca una que le mandaron de Irlanda
del Norte en la cual le informaban que un tío lejano, cuyo apellido era O?Neill,
le había heredado un castillo con todo y duendes, ruidos de cadenas y telarañas.
Al no reclamar la propiedad, los miembros del Ejercito Irlandés lo tomaron como
cuartel y en un choque con el ejército regular explotó la dinamita que guardaban
para hacer bombas; así que de la herencia quedaron sólo escombros.
Aprovechó mi tío para echar su cuarto a espadas y decirme que él
tampoco le había ido bien con el servicio postal, a tal grado que una vez que le
mandó una carta el gobernador de Tlaxcala, licenciado Rodopiano González, amigo
de la infancia, le llegó tan tarde que cuando fue a verlo ya había pedido
licencia por motivos de salud.
Inútil resultó tratar de ilustrarlos sobre la importancia del
género epistolar, explicándoles que la palabra no viene de pistola sino de la voz latina epistola que quiere decir carta.
En el pasado, cuando no existía ni la televisión ni la luz
eléctrica, o más bien al revés; a la gente lo único que le quedaba era ponerse a
escribir cartas, o mejor un libro de cartas, como lo hizo Quinto Horacio Flaco
antes de la era cristiana, o Leonardo Euler que se dio tiempo para hacer unas
tres mil misivas además de sus ochocientas cincuenta obras matemáticas que
redactó en el tiempo libre que le dejaban sus clases y la hechura de adobes.
Haciendo gala de cultura, les mencioné, que la Carta Magna es la constitución de los ingleses desde la época
del rey Juan Sin Tierra. Les dije que cuando se manda a un embajador, se le da
carta blanca para tomar decisiones, se le puede extender una
carta de crédito para cubrir sus gastos y se le entregan documentos
adecuados para que presente sus cartas credenciales ante
el mandatario del país.
Como no los vi muy convencidos les hablé que los evangelistas,
desde luego no los de la Plaza de Santo Domingo, sino de los que escribieron las
epístolas del Nuevo Testamento, y que las llevaron en un crucero por el
Mediterraneo para difundir con ellas
la buena nueva a los escasos habitantes de esas tierras. Escritos
que conocemos ahora gracias a que los comenta el cura en el sermón
dominical.
Todavía tuve la paciencia de
decirles que el género epistolar ha reaparecido gracias al uso, cada vez más
frecuente, del Internet y que el número de mensajes que se intercambian por
medio del llamado correo electrónico ha superado al numero de envíos postales
que mueve el sistema convencional. No quise mencionar que esos mensajes distan
mucho de las Cartas de Relación
que escribía Hernán Cortés a
Carlos, el del chocolate, contándole desde el número de indios que había colgado
la última semana hasta sus pleitos conyugales con la Malinche. Claro que el tío
Menelao se sorprendió cuando le informé que tales mensajes, que circulan por el
ciberespacio, carecen de la más elemental sintaxis y ortografía y que no se
parecen en nada a las cartas que Flaubert escribia a su amada Louise y que en
una de ellas le decía: "En esa hornacina en que vives, hermosa mía; si hay
muchas chinches, rascate."
¡Qué belleza literaria?! Suspiré por aquellos tiempos pasados en
los que florecía el sublime arte epistolar, hoy echado en el
olvido.