-¡Qué tiempo más delicioso tendrá mi jardín- se dijo-, e iba a
comenzar a trabajar; pero por un motivo u otro no tuvo tiempo de echar un
vistazo a sus flores; llegaba su amigo el molinero y lo enviaba muy lejos a
recados o le pedía que lo ayudase en el molino. Algunas veces el pequeño Hans se
apuraba mucho al pensar que sus flores creerían que las había olvidado; pero lo
consolaba pensar que el molinero era su mejor amigo.
-Además- acostumbraba decirse- va a darme su carretilla, lo
cual es un acto de real desprendimiento.
Y el pequeño Hans trabajaba para el molinero, y éste decía gran
cantidad de cosas bellas sobre la amistad, cosas que Hans copiaba en su libro
verde y releía por la noche, pues era culto.
Ahora bien; sucedió que una noche, cuando el pequeño Hans
estaba sentado junto al fuego, dieron un aldabonazo en la puerta.
La noche era oscurísima. El viento soplaba y rugía en torno de
la casa de un modo tan terrible, que Hans pensó al principio si sería el huracán
el que sacudía la puerta.
Pero sonó un segundo golpe y después un tercero más fuerte que
los otros.
-Será algún pobre viajero- se dijo el pequeño Hans y fue a la
puerta.
El molinero estaba en el umbral con una linterna en una mano y
un gran garrote en la otra.
-Querido Hans- gritó el molinero-, me agobia un gran pesar. Mi
hijo se ha caído de una escalera, hiriéndose. Voy a buscar al médico. Pero vive
lejos de aquí y la noche es tan mala, que he pensado que fueses tú en mi lugar.
Ya sabes que te doy mi carretilla. Se me ocurre que estaría muy bien que
hicieses algo por mí en cambio.
-Por supuesto- exclamó el pequeño Hans-; me alegra mucho que
hayas pensado en tu linterna, porque la noche es tan negra, que temo caer en
alguna zanja.
-Lo siento muchísimo- respondió el molinero-, pero es mi
linterna nueva y sería una gran desgracia que le ocurriese algo.
-¡Bueno, no hablemos más! Prescindiré de ella- dijo el pequeño
Hans.
Se puso su gran capa de pieles, su gorro rojo de gran abrigo,
se enrolló su tapabocas alrededor del cuello y salió.
¡Qué terrible tempestad se desencadenaba!
La noche era tan negra, que el pequeño Hans apenas veía, y el
viento era tan fuerte, que le costaba gran trabajo caminar.
Sin embargo, él era muy animoso, y después de caminar cerca de
tres horas, llegó a casa del médico y llamo a la puerta.
-¿Quién es?- gritó el doctor, asomando la cabeza a la ventana
de su habitación.
-¡El pequeño Hans, doctor!
-¿Y qué quieres, pequeño Hans?
-El hijo del molinero se ha caído de una escalera y se ha
herido y necesita que vaya usted en seguida.
-¡Muy bien!- replicó el doctor.
Enjaezó en el acto su caballo, se calzó sus grande botas, y,
tomando su linterna, bajó la escalera. Se dirigió a casa del molinero, llevando
al pequeño Hans a pie, detrás de él.