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Una flor reemplazaba a otra. Por lo cual había siempre cosas bonitas a la vista y buenos olores que respirar.

El pequeño Hans tenía muchos amigos, pero el más cercano a él era el gran Hugo, el molinero. Realmente, el rico molinero era tan íntimo del pequeño Hans, que no visitaba jamás su jardín sin inclinarse sobre los macizos y tomar un gran ramo de flores o un buen puñado de lechugas suculentas o sin llenarse los bolsillos de ciruelas y de cerezas, según la estación.- Los amigos verdaderos lo comparten todo- solía decir el molinero.

Y el pequeño Hans asentía con la cabeza, sonriente, sintiéndose orgulloso de tener un amigo con tan nobles pensamientos.

Algunas veces, no obstante, al vecindario le resultaba raro que el rico molinero no diese nunca nada en cambio al pequeño Hans, aunque dispusiera de cien sacos de harina almacenados en su molino, seis vacas lecheras y una gran cantidad de ganado lanar; pero Hans no pensó jamás en semejante cosa.

Nada le gustaba tanto como oír las bellas cosas que el molinero acostumbraba decir sobre la solidaridad de los verdaderos amigos.

Así, pues, el pequeño Hans cultivaba su jardín. En primavera, en verano y en otoño, sentíase muy feliz; pero cuando llegaba el invierno y no tenía ni frutos ni flores que llevar al mercado, sufría mucho frío y mucha hambre, acostándose con frecuencia sin haber comido más que unas peras secas y algunas nueces rancias.

Además, en invierno, hallábase muy solo, porque el molinero no iba jamás a visitarle en aquella estación.

-No está bien que visite al pequeño Hans mientras duren las nieves- decía con frecuencia el molinero a su mujer-. Cuando las personas pasan apuros hay que dejarlas solas y no mortificarlas con visitas. Ésa es por lo menos mi opinión sobre la amistad, y estoy seguro de que es atinada. Por eso esperaré la primavera y entonces iré a verle; podrá darme un gran cesto de velloritas y eso le pondrá contento.

-Eres realmente solícito con los demás- le comentaba su mujer, sentada en un cómodo sillón al lado de un buen fuego de leña-. Es un verdadero placer oírte hablar de la amistad. Tengo la seguridad de que el cura no diría sobre ella tan bellas cosas como tú, aunque tenga una casa de tres pisos y lleve un anillo de oro en el meñique.

-¿Y no podríamos decir al pequeño Hans que venga aquí?- preguntaba el hijo del molinero-. Si el pobre Hans está en apuros, le daré la mitad de mi sopa y le mostraré mis conejos blancos.

 
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