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La ciudad se ve también muy hermosa dentro de su cinturón de piedras. La herencia de su antigua grandeza es aún poderosa y le imparte una pátina de incomparable y mayor distinción que la que posee Barranquilla. Las calles son estrechas, pero pintorescas, flanqueadas en muchos casos por antiguas mansiones palaciegas, de grandes portones y viejas puertas de considerable peso. Como en España, es agradable echar un vistazo a esos espaciosos patios, cerrados por rejas primorosas, rodeados de galerías donde rumorean las fuentes entre bananos de enormes hojas. Los frentes ostentan ventanas protegidas por rejas y pequeños balcones, cubiertas por largos cortinados, muy al estilo de Sevilla y Granada. Por encima de los pardos techos de ladrillos sobresalen las grandiosas catedrales con sus recintos abovedados y en penumbras, maravillosos y frescos refugios contra los ardores del sol. Aun cuando hoy en día sus tesoros en adornos, imágenes de mártires y crucifijos, retablos y monumentos funerarios es pobre, el efecto que causan las inmensas naves flanqueadas de pilares es de una imponente grandeza. El viejo y largo claustro que descubrí en medio de la ciudad me impresionó como un poema, con sus cruceros sombreados y el silencio absoluto bajo la verde soledad de sus acacias y las copas de los mangos. A la vista de una pesada parrilla de hierro con púas de treinta centímetros de longitud, de forma de puñal, hoy empleada como reja en una pared de la iglesia, otrora un instrumento de tortura, se nos antoja oír como un alarido de la siniestra época de la inquisición española.

También escalé el cerro de la Popa, bajo una ardiente canícula que me obligó a detenerme cada diez minutos para calmar mi agitado corazón. La vista de Cartagena desde aquel mirador es magnífica. Se advierte que la ciudad se levanta en una gran isla y en su blancura semeja una fantástica y enorme flor suspendida entre la laguna y el mar.

 
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