- La persona elegida, y a quien tú conoces, tiene todo lo que necesita para hacerme feliz.
- Lo sé.
-¿Y entonces?.
- Eres tú el que no tienes lo que necesitas para serlo. Aburrirse solo en la vida es malo; pero aburrirse en compañía es peor.
- No podré ser nunca feliz
- No, mientras no hayas conocido la desgracia.
- La desgracia no puede alcanzarme a mí.
- Tanto peor, porqué entonces serás incurable.
-¡Qué filósofos! Exclamó el más joven de los convidados. No hay que hacerles caso; son máquinas de teorías y a cada momento las están fabricando de toda especie: camelote puro qué no vale nada cuando se usa. Cásate, amigo mío, cásate; yo haría otro tanto si no me lo impidiese el juramento que he prestado de no hacerlo. Cásate y, como dicen loa poetas, que los dos fénix se te aparezcan siempre tiernamente unidos. Amigos míos, brindo a la felicidad de nuestro huésped.
- Y yo, dijo el filósofo, brindo a la próxima intervención de alguna divinidad protectora, que, para hacerle feliz, la haga pasar por la prueba de la desgracia.
Con este brindis bastante extraño, los convidados se levantaron, juntaron los puños como hubieran hecho los pugilistas en el momento de la lucha, y, después de haberlos bajado y subido, sucesivamente inclinando la cabeza, se despidieron unos de otros. Por la descripción del comedor en que se daba este banquete; por la lista de los platos exóticos de que se componía, por el traje de los convidados; por su modo de hablar y tal vez por la singul aridad de sus teorías, habrá adivinado el lector que eran chinos, no de esos chinos que parecen arrancados de un biombo o de un vaso de porcelana, sino de esos modernos habitantes del celeste imperio ya europeizados por efecto de sus estudios, de sus viajes y de frecuentes comunicaciones con los hombres civilizados del Occidente.
En efecto, era en un salón de uno de los barcos-flores del río de las Perlas de Canton donde el rico Kin-Fo, acompañado de su inseparable Wang, el filósofo, acababa de dar de comer a cuatro de los mejores amigos de su juventud, que eran: Pao-Shen, mandarín de cuarta clase y botón azul; In-Pang, rico negociante en sederías de la calle de los Farmacéuticos; Tsin; el epicúreo endurecido, y Hual, el literato.
Esto pasaba el día 27 de la cuarta luna, en primera de las cinco vísperas en que tan poéticamente se distribuyen las horas de la noche china.