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Estas interpelaciones se cruzaron como petardos de un fuego artificial, sin producir siquiera una sonrisa en la impasible fisonomía del anfitrión. Se había contentado con encogerse ligeramente de hombros, como hombre que, ni por una hora siquiera, había querido nunca hojear el libro de su propia vida y que no había abierto ni las primeras páginas.

Sin embargo, aquel indiferente tenía, todo o más, treinta y un años, salud robustísima, gran caudal y un talento regularmente cultivado. Su inteligencia era mas que mediana; tenía, en fin, todo lo que falta a tantos otros para ser uno de los felices de este mundo. ¿Por qué no lo era?

¿Por qué?

La voz grave del filósofo se levantó entonces y, hablando como un corifeo del coro antiguo, dijo:

- Amigo, si no eres feliz en este mundo, es porque, hasta aquí, tu felicidad ha sido negativa. Sucede con la felicidad lo que con la salud; para gozar bien de ella, es preciso haber sentido su falta alguna vez. Ahora bien, tú no has estado nunca enfermo, ni has sido tampoco desdichado. Eso es lo que falta a tu vida. ¿Cómo puede apreciar la dicha quien no ha conocido la desgracia ni siquiera por un solo instante?

Hecha esta sabia observación, el filósofo alzando la copa llena de champagne de la mejor marca exclamó:

- Bebo a que se presente alguna mancha en el sol de nuestro huésped y tenga algunos dolores en su vida.

Después de lo cual, vació la copa de un trago.

El anfitrión hizo un ademán de sentimiento y volvió a caer en su apatía a habitual.

¿Dónde ocurría esta conversación? ¿Era en un comedor europeo en París, en Londres, en Viena, o en San Petersburgo? ¿Los seis convidados conversaban en el salón de una fonda del antiguo o del nuevo mundo? ¿Quiénes eran aquellos hombres que trataban semejantes cuestiones en una comida, sin haber bebido mas de lo que era de razón?

En todo caso, no eran franceses, pues que no hablaban de política.

Los seis convidados estaban sentados la mesa en un salón de regular, extensión, lujosamente adornado. A través de los cristales azules o anaranjados de la habitación pasaban, a aquella hora, los últimos rayos del sol. Exteriormente, la brisa de la tarde movía guirnaldas de flores, naturales o artificiales y algunos farolillos multicolores mezclaban sus resplandores pálidos con la luz moribunda del día. Sobre las ventanas, se veían arabescos con diversas esculturas, representando bellezas celestes y terrestres, animales o vegetales de una fauna y de una flora fantásticas.

En las paredes del salón, cubiertas de tapices de seda, resplandecían grandes espejos, y, en el techo, una punka agitaba sus alas de percal pintado, haciendo soportable la temperatura.

La mesa era un gran cuadrilátero de laca negra. No tenía mantel, y su superficie reflejaba la vajilla de plata y porcelana, como hubiera podido hacerlo una mesa del más puro cristal. No había servilletas. Hacían el oficio de tales, cuartillas de papel adornadas de divisas, de las cuales cada convidado tenía cerca de sí una cantidad suficiente. Alrededor de la mesa había sillas con respaldo de mármol, muy preferibles, en aquella latitud, a los respaldos almohadillados del mueblaje moderno. Servían a la mesa muchachas muy amables, cuyos cabellos negros estaban adornados de azucenas y crisantemos y llevaban brazaletes de oro o de azabache en los brazos. Risueñas y alegres, ponían o quitaban los platos con una mano, mientras que, con la otra, agitaban graciosamente un grande abanico que reanimaba las corrientes de aire movidas por la punka del techo.

 
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