La comida no había dejado nada que desear. No podía imaginarse cosa más delicada que aquella cocina, a la vez aseada y científica. El cocinero a la moda, sabiendo que daba a comer a estómagos conocedores, se había excedido a sí mismo en la confección de los ciento cincuenta platos que se componía el menú de la comida
Al principio, como para entrar en materia, figuraban tortitas azucaradas de caviar, langostas fritas, frutas secas y ostras de Ning-po. Después, se sucedieron, en cortos intervalos, huevos escalfados de ánade, de paloma y de ave-fría, nidos de golondrina con huevos revueltos, fritos de Ging-seng, agallas de sollo en compota, nervios de ballena con salsa de azúcar, renacuajos de agua dulce, huevas de cangrejo guisadas, mollejas de gorrión, picadillo de ojos de carnero con punta de ajo, macarrones con leche de almendra de albaricoque, holoturias a la marinera, yemas de bambú con salsa, ensaladas de raicillas tiernas con azúcar, etc. Anades de Singapore, almendras garapiñadas, almendras tostadas, mangues sabrosos, frutos del Long-yen, de carne blanca, y de Lit-chi, pulpa pálida, castañas, naranjas de Canton en confitura, formaban el último servicio de aquella comida que duraba desde tres horas antes, acompañada de una gran cantidad de cerveza, champagne, vino de Chao-chigne, y cuyo arroz indispensable, puesto entre los labios de los convidados por medio de palitos, iba a coronar, a los postres, aquella lista científica de manjares.
Llegó al fin el momento en que las jóvenes sirvientes llevaran, no esos vagos a la moda que contienen un líquido perfumado, sino servilletas empapadas en agua caliente, que cada uno de los convidados se pasó por la cara, con la mayor satisfacción.
Aquel sin embargo, no era mas que un entreacto de la comida. Una hora de farniente para escuchar los acentos de la música.
En efecto, una compañía de cantantes e instrumentistas entró en el salón. Las cantantes eran lindas jóvenes, de aspecto modesto y decente. ¡Pero qué música y qué canto! Maullidos, graznidos sin método y sin tono se elevaban en notas agudas hasta los últimos límites de la percepción del sentido auditivo. En cuanto a los instrumentos, eran violines, cuyas cuerdas se enredaban entre los hilos del arco, guitarras cubiertas de piel de culebra, clarinetes chillones, armónicas que parecían pequeños pianos portátiles que eran dignos del canto y de las cantantes a quienes acompañaban con gran estrépito.
El jefe de aquella orquesta, o mejor dicho, de aquella cencerrada, había presentado al entrar el programa de su repertorio. El anfitrión hizo un gesto que quería decir que tocaran lo que quisieran y los músicos tocaron el ramillete de las diez flores, fantasía muy a la moda que gustaba mucho la sociedad elegante.
Después la compañía cantante y ejecutante, bien pagada de antemano, se retiró saludada por muchos bravos, pasando a otras casas en cuyos salones esperaba recoger una cosecha de aplausos.
Los seis convidados se levantaron de sus asientos; pero únicamente para pasar de una mesa a otra, lo cual hicieron no sin grandes ceremonias y cumplimientos de toda especie.
En aquella segunda mesa, cada cual encontró delante de sí una tacita con tapadera, adornada del retrato de Budhidharama, el célebre monje budista, en pie sobre su balsa tradicional. Cada cual recibió también un puñadito de té y echó en infusión sin azúcar en el agua hirviente que contenía la taza, bebiéndolo casi inmediatamente.