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Llamábase este guardián Gaydón. Poco antes de la reclusión de Tomás Roch, y sabedor de que se buscaba un vigilante que hablase el francés, presentóse en Healthful-House, y había sido aceptado en calidad de guardián del nuevo pensionista.

En realidad, este supuesto Gaydón era un ingeniero francés llamado Simón Hart, desde hacía varios años al servicio de una Sociedad de productos químicos establecida en New-Jersey. Tenía cuarenta años, la frente despejada y marcada por el pliegue del observador, la actitud resuelta, denotando energía y tenacidad.

Muy versado en las diversas cuestiones relacionadas con el perfeccionamiento del armamento moderno, Simón Hart conocía a fondo todo lo que se había hecho en materia de explosivos, cuyo número se elevaba a mil ciento en aquella época. No discutía a un hombre tal como Tomás Roch; creía en la potencia de su Fulgurador, y no dudaba que estuviese en posesión de un aparato capaz de cambiar las condiciones de la guerra en mar y tierra, tanto para la ofensiva como para la defensiva. Habiendo oído decir que en Roch la locura respetaba al sabio; que en el cerebro de éste, en parte desequilibrado, brillaba aún la llama del ingenio, tuvo una idea: la de que, si su secreto se escapaba durante sus crisis, aquel invento de un francés sería aprovechado por un país extranjero. Resolvió ofrecerse para guardián de Tomás Roch, fingiéndose un americano que hablaba correctamente la lengua francesa.. Pretextando un viaje a Europa, presentó su dimisión y cambió de nombre; ayudáronle las circunstancias, fue aceptada la proposición que hizo al Director, y he ahí cómo desde hacía quince meses desempeñaba cerca del pensionista de Healthful el oficio de guardián.

Esta resolución atestiguaba un raro sacrificio, un noble patriotismo, pues se trataba de un oficio penoso para un hombre de la clase y de la educación de Simón Hart. Pero no se olvide que el ingeniero no pretendía robar su secreto a Tomás Roch si éste le dejaba escapar, y el último tendría de él el legítimo provecho si recobraba la razón.

Así, pues, desde hacía quince meses Simón Hart, o más bien Gaydón, vivía junto a aquel demente, observándole, espiándole, hasta dirigiéndole preguntas, sin que adelantase nada. Aparte de esto, oyendo al inventor hablar de su descubrimiento, veíase que estaba más convencido que nunca de su extraordinaria importancia. El ingeniero temía también, mas que nada, que la locura parcial de Tomás Roch degenerase en locura general, o que en una crisis suprema muriese su secreto con él.

Tal era la situación de Simón Hart; tal era la misión a la que se sacrificaba en interés de su país.

Sin embargo, a pesar de tantas decepciones y disgustos, la salud de Tomás Roch no estaba comprometida, gracias a su constitución vigorosa. La nerviosidad de su temperamento le había permitido resistir a tantas causas de destrucción. De regular estatura, la cabeza poderosa, ancha frente, cráneo voluminoso, los cabellos grises, la mirada fija y viva, cuando su pensamiento dominante la hacía brillar; espeso bigote bajo una nariz de ventanillas palpitantes, labios fuertemente cerrados como si no quisieran dejar escapar su secreto, rostro pensativo, actitud de hombre que ha luchado por largo tiempo y está resuelto a luchar todavía: tal era el inventor Tomás Roch, encerrado en uno de los pabellones de Healthful-House, sin conciencia de ello quizá, y confiado a la vigilancia del ingeniero Simón Hart, bajo el nombre del guardián Gaydón.

 
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