En nuestro mundo más cercano, en nuestro propio país, también tenemos guerras
religiosas, aunque en estos momentos no se las califique así, lo que no quiere
decir que no sean tan virulentas o más que en el pasado, aunque ya en nuestro
presente no corra la sangre. Nuestra guerra civil del 36 fue una guerra
religiosa, al menos este sesgo se le quiso dar cuando la jerarquía católica de
entonces no dudó en suscribir un documento en que la calificaba de "cruzada",
aunque dos obispos, Mateo Múgica y Francese Vidal, se negaron a firmar el
documento. Sin duda, Jesús de Nazaret tampoco lo habría firmado. En la Edad
Media "la cruzada" era la guerra del Dios cristiano, la de los guerreros que
llevaban una gran "cruz" en el pecho, la guerra que se hacia para reconquistar
los santos lugares de Palestina, para liberarlos del "infiel".
La Constitución de 1978 en España, al declarar al Estado lico, debería haber
puesto punto final a toda guerra de religión. La Iglesia Católica, al liberarse
ya de las responsabilidades de gobierno en la política de Estado, se hacía más
libre para poder ofrecer a la sociedad el mensaje evangélico limpio, el que
realmente propuso Jesús, el que sobre todo es de paz. Sin embargo parece que
esta Iglesia, nos referimos especialmente a sus más altas jerarquías, no lo ha
entendido así, sino que continua añorando sus antiguas responsabilidades de
Estado, las que le daban tanto poder.
El problema de la situación creada es que no va a haber manera de que los
partidos más laicos se puedan entender con esta Iglesia, convirtiendo cualquier
iniciativa de entendimiento en un diálogo de sordos. La dificultad está en que,
mientras los obispos se escudan en un lenguaje teológico a veces muy duro y
autoritario, el de los laicos suele ser blandamente democrático. Y aquí está la
clave, creo yo, en conseguir que el tema se afronte desde una teología no
confesional, que es la única manera en que lo laico y lo teológico se puedan
encontrar.