Yo había notado que Femando era muy
egoísta; de la terrible clase de los inconscientes, era egoísta
como rumia el rumiante; tenía el estómago así. Pero había notado también que yo, aunque más refinado y lleno de complicaciones, era otro egoísta. «¿Cómo puede vivir nuestra amistad entre estos egoísmos? Vive en su atmósfera», pensaba yo; observando que mi amigo tenía vanidad por mí, preocupaciones, antipatías y odios por mí. Yo también me sentía ofendido cuando otros censuraban a Femando; este derecho de encontrarle defectos me lo reservaba; pero no veía en ello malicia, porque también, y con cierta voluptuosidad, examinaba yo mis propias máculas y deficiencias, creyéndome humilde. Uno de los disfraces que el diablo se pone con más gusto para sus tentaciones, es el de santo.
***
Cierta noche se estrenó un drama
mío; era de esos en que se rompen moldes y se apura la paciencia del
público adocenado, pero no tan malévolo como supone el autor. En
resumidas cuentas, y desde el punto de vista del mundanal ruido, el éxito
fue un descalabro. Una minoría tan selecta como poco numerosa me
defendía con paradojas insostenibles, con hipérboles que
equivalían a subirme en vilo por los aires, para dejarme caer y
aplastarme. En el saloncillo bramaba una verdadera tempestad crítica. La
fórmula era darme la enhorabuena, pero con las de Caín. En cuanto
yo daba la vuelta, se discutía el género, la tendencia, y por
último, se me desollaba a mí. Entonces acudían los amigos;
me ensalzaban a mí y le echaban una mano protectora al género, a
la tendencia. Yo recibía los parabienes con cara de Pascua, pero en
calidad de cordero protagonista.