Era de ver cómo iban llegando a la Corte de la princesita todos estos altos señores. Era de ver los saraos que habían entonces en los palacios reales. Eran de admirar, por último, los enigmas que los príncipes se proponían para mostrar la respectiva agudeza; los versos que escribían; las serenatas que daban; los combates del arco, del pugilato y de la lucha y las carreras de carros y de caballos, en que procuraba cada cual salir vencedor de los otros y ganarse el amor de la pretendida novia.
Pero ésta, que, a pesar de su modestia y discreción, estaba dotada, sin poderlo remediar, de una índole arisca, descontentadiza y desamorada, abrumaba a los príncipes con su desdén, y de ninguno de ellos se le importaba un ardite. Sus discreciones le parecían frialdades, simplezas sus enigmas, arrogancia sus rendimientos y vanidad o codicia de sus riquezas el amor que le mostraban. Apenas se dignaba mirar sus ejercicios caballerescos, ni oír sus serenatas, ni sonreír agradecida a sus versos de amor. Los magníficos regalos, que cada cual le había traído de su tierra, estaban arrinconados en un zaquizamí del regio alcázar.
La indiferencia de la princesa era glacial para todos los pretendientes. Sólo uno, el hijo del Kan de Tartaria, había logrado salvarse de su indiferencia para incurrir en su odio. Este príncipe adolecía de una fealdad sublime. Sus ojos eran oblicuos; las mejillas y la barba, salientes; crespo y enmarañado el pelo; rechoncho y pequeño el cuerpo, aunque de titánica pujanza, y el genio intranquilo, mofador y orgulloso. Ni las personas más inofensivas estaban libres de sus burlas, siendo principal blanco de ellas el ministro de Negocios Extranjeros del Rey Venturoso, cuya gravedad, entorno y cortas luces, así como lo detestablemente que hablaba el sánscrito, lengua diplomática de entonces, se prestaban algo al escarnio y a los chistes.
Así andaban las cosas, y las fiestas de la Corte eran más brillantes cada día. Los príncipes; sin embargo, se desesperaban de no ser queridos; el Rey Venturoso rabiaba al ver que su hija no acababa de decidirse, y ésta continuaba erre que erre en no hacer caso de ninguno, salvo del príncipe tártaro, de quien sus pullas y declarado aborrecimiento vengaba con usura al famoso ministro de su padre.