-Capitán Burns, destaque a los detectives Jones, Davis, Halsey, Bates y Hackett para que busquen al elefante.
-Sí, señor.
-Destaque a los detectives Mortes, Dakin, Murphy, Rogers, Tupper, Higgins y Bartolomew para que vayan tras los ladrones.
-Sí, señor.
-Ponga una fuerte custodia- una guardia de treinta hombres escogidos, con un relevo de treinta- en el lugar donde robaron el elefante, para que lo vigilen severamente y no permitan acercarse a nadie- con excepción de los periodistas- sin órdenes escritas de mi parte.
-Sí, señor.
-Ponga a los detectives con ropa de civiles y en el ferrocarril, en los barcos y en las estaciones de ferryboats y en todas las carreteras que lleven afuera de Jersey, con orden de registrar a todas las personas sospechosas.
-Sí, señor.
-Dé a todos esos hombres fotografías y la descripción del elefante y ordéneles que registren todos los trenes y ferryboats que partan y otros navíos.
-Sí, señor.
-Si pueden encontrar al elefante, que se apoderen de él y me lo comuniquen por telégrafo.
-Si, señor.
-Que me informen en seguida si se encuentra alguna pista, pisadas del animal o algo similar.
-Sí, señor.
-Consiga una orden de que la policía de puertos vigile atentamente la línea costera.
-Sí, señor.
-Despache detectives vestidos de civil por todas las líneas ferroviarias, al Norte hasta llegar al Canadá, al Oeste hacia Ohio, al Sur hasta Washington.
-Sí, señor.
-Coloque peritos en todas las oficinas telegráficas para escuchar todos los mensajes y que exijan que se les aclaren todos los despachos cifrados.
-Sí, señor.
-Que todas esas cosas se hagan con la mayor discreción, recuérdelo. Con el más impenetrable secreto.
-Sí, señor.
-Infórmeme con presteza a la hora de costumbre.
-Sí, señor.
-¡Vaya!
-Sí, señor.
Se fue.
El inspector Blunt quedó en silencio y pensativo durante unos instantes, mientras el fuego de sus ojos se enfriaba y extinguía. Después, se volvió hacia mí y dijo, con voz plácida:
-No soy afecto a las jactancias, no acostumbro hacer tal cosa; pero... hallaremos el elefante.
Le estreché la mano con entusiasmo y le di las gracias; y eran muy sinceras. Cuanto más veía a aquel hombre, más me agradaba y más admiración sentía ante los misteriosos prodigios de su profesión. Después nos separamos al llegar la noche y volví a casa sintiéndome mucho más alegre que al ir a su oficina.