Nuestra dacha era una casa señorial de madera, con columnas y dos alas muy bajas. En el ala izquierda había una minúscula fábrica de papel barato para empapelar. Muchas veces me acercaba a ver cómo una docena de niños escuálidos y desarreglados se subían sobre las palancas de madera, que presionaban sobre un cuadrilátero, también de madera, que servía de prensa, y así, haciendo peso con sus débiles cuerpos, imprimían dibujos de vivos colores. El ala derecha permanecía vacía y se alquilaba. Un día, tres semanas después del 9 de mayo, las contraventanas, que permanecían cerradas, se abrieron y en las ventanas aparecieron unos rostros femeninos. Una familia desconocida acababa de instalarse allí. Recuerdo que ese mismo día, a la hora de comer, mi madre preguntó al mayordomo quiénes eran nuestros vecinos. Al oír el nombre de la princesa Zasequin, dijo, no sin cierto respeto:
-¡Ah, la princesa!...- Pero luego añadió- Debe de ser alguna venida a menos.
-Han llegado en tres carruajes de alquiler- dijo el mayordomo mientras servía uno de los platos-. No tienen carruaje propio. Y los muebles son de los más baratos.
-Sí- dijo mi madre-. Pero es mejor estar aquí.
Mi padre la miró fríamente. Ella se calló.
Desde luego, era imposible que la princesa Zasequin fuera una mujer rica. El ala pequeña de la casa que había alquilado era tan vieja, diminuta y baja de techo, que nadie, medianamente acomodado, accedería a habitarla. Pero creo que entonces no presté mucha atención a esto. Y el título principesco no me impresionaba gran cosa, pues acababa de leer Los bandidos de Schiller.