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Iván Sergiewitch Turguenef nació en Orel, Rusia, el año 1818. Estudió, primero en el Gimnasio de Moscú, y en seguida en la Universidad de San Petersburgo. A los veinte años enviósele a Alemania para que perfeccionara y complementara sus estudios. Y si, según dice un escritor, aprendió en su país a considerar a Rusia «como un mundo aparte, mundo superior, y único dueño del porvenir,» empapado en la Universidad de Berlín en la filosofía alemana de Schelling y de Hegel, sacó de ella la definitiva afición a las ideas generales y a los vastos sistemas, que se nota en toda su obra. Ya desde muy joven, sabía también que el primer deber de un escritor es contribuir a la gloria y la felicidad de su patria, y que la literatura no es un simple juego artístico, sino también un medio eficaz de acción política y moral.

De regreso a Rusia, obtuvo un empleo en el Ministerio del Interior, y cediendo a su temperamento y vocación, comenzó a escribir artículos y poesías que aparecieron en diversos periódicos y revistas, y que más tarde coleccionó en forma de libro: Panacha (1843), y Conversación (1844).

Pero la obra más sonada de sus primeros tiempos fue un estudio sobre el novelista Gogol, trabajo que se hizo notar por las ideas avanzadas en que estaba inspirado, y que, si valió a su autor muchos aplausos, costóle también la pérdida de su empleo, agravada con el destierro. Rusia no mostraba entonces miramiento alguno con los escritores que tanta fama habían de conquistarle como patria de grandes talentos.

Turguenef, desterrado, refugióse en Alemania, donde tenía algunas vinculaciones de estudiante, pero no tardó en trasladarse a París, ligándose muy pronto con la pléyade de los escritores franceses, con algunos de los cuales tuvo estrecha amistad. Pronto llegó a dominar el idioma, hizo varias traducciones de obras rusas, escribió las suyas en elegante francés, y tanto se connaturalizó con la gran ciudad que a pesar de habérsele levantado el destierro en 1854, merced a grandes influencias, puede decirse que no volvió a Rusia sino de visita. Sin embargo, nunca dejó de amar a su país, ni de trabajar por su progreso: «En Rusia -dice un crítico,-»forjábase de Francia mil encantadores sueños ; pero »apenas volvía a París, toda su alma de ruso retoñaba en él. De aquella época comienzan a datar sus obras más notables. Turguenef se muestra en todas ellas gran conocedor del corazón humano, observador sagaz, exacto y a veces minucioso, amante de la Naturaleza que describe con singular brillantez, pintor y poeta al mismo tiempo en la creación de sus personajes que siempre parecen arrancados del natural, y que quizá lo sean en mucha parte. Tanta era su fuerza creadora que una verdadera autoridad en la materia, Prosper Merimée no vacilaba en decir: «Turguenef me recuerda a veces al mismo Shakespeare. »Y este escritor que, al leerlo, parece tan, espontáneo como el agua que corre del manantial, era de la estirpe de los artistas concienzudos que trabajan y perfeccionan pacientemente su obra, sin librar uno solo de sus detalles al acaso. En un principio -dice M. Teodor de Wysewa, -pudo creerse que el éxito de sus libros le importaba poco. Pero sus cartas, publicadas después de su muerte, nos revelan el cuidado, la paciencia, el encarnizamiento que dedicaba a cada una de sus obras. Ahora comprendo que se haya ligado con Flaubert »desde que lo conoció: ambos comprendían del mismo »modo el trabajo literario. En sus cartas a su amigo Aksakof aparecen títulos de novelas, que se repiten durante años enteros: ora anuncia Turguenef que ya está por terminarlas, ora se queja de tener que empezar de nuevo...

Así han nacido tantas obras maestras que hacen decir al mismo crítico francés: Era uno de los más grandes escritores de su raza. Su obra parecía escrita para nosotros. Entre todas las de autores rusos era, a la vez, la más rusa y la más francesa, pues diríase que Turguenef veía mejor su patria desde que la contemplaba de lejos, y cuanto mejor la veía, más claridad, precisión y elegancia daba a sus descripciones. Ninguno de sus compatriotas ha creado tipos tan esencialmente rusos; ningUno tampoco, en cuanto a composición y estilo, se ha aproximado tanto al viejo ideal clásico del espíritu francés.

Y no es su obra literaria menos meritoria, la de haber descubierto en un joven debutante a otro de los más grandes escritores contemporáneos, León Tolstoi, de quien ya en 1855 escribía a su amigo Aksakof: ¿Ha leído usted en el Contemporain el artículo de Tolstoi sobre Sebastopol? Lo leí en la mesa, grité ¡hurrah! y bebí una copa de champaña a la salud del autor. Y pocos meses después escribía al mismo corresponsal: Tolstoi acaba de escribir una novela corta: La tormenta de nieve. La leerá usted en el número de marzo del Contemporain. Es una verdadera obra maestra. Este detalle importa mucho para conocer el espíritu generoso y entusiasta del escritor, de quien decía el mismo Wysewa ya citado, parafraseándolo:

El alma ajena es una selva profunda, dijo Turguenef. El alma de Turguenef era también una selva profunda; pero, por extraño fenómeno psicológico, parece que nadie lo hubiera advertido hasta la muerte del gran escritor... Pero apenas murió, a través del claro jardín vióse la selva, una de esas negras y misteriosas selvas del Norte, en que se trata en vano de penetrar.

Además de varios poemas, dramas, comedias y estudios diversos, Turguenef, escribió numerosas novelas, siendo Aguas primaverales una de las últimas, pues la escribió en 1873. De esas obras. algunas de las cuales están traducidas a todos los idiomas, citaremos: Recuerdos de un cazador, Escenas de la vida rusa, Dmitri Rudini, Una camada de nobles, Elena, Primer amor, Padres e, hijos, Humo, Abandonada, Historias extrañas, Novelas moscovitas, Punine y Baburine, Diario de un hombre demás, y por último Tierras vírgenes.

 

 
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de Iván S. Turguéniev

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