La dificultad
para hacer valer este Balmes, un pensador de hoy (Una filosofía de la
objetividad), nace de la situación intelectual más bien pobre que estamos
padeciendo, la que se debe, entre otras cosas, a la fascinación que están
produciendo en nosotros las nuevas tecnologías, las que están llevando a
sustituir lo real por lo virtual. Es indudable que Balmes, como hombre
adelantado de su tiempo que era en todo, hoy estaría navegando por Internet. Es
indudable también que, a pesar de utilizar las nuevas tecnologías, hubiese
luchado por hacer frente a la superficialidad en que estas nos están haciendo
caer, pues su filosofía siempre pretendió iluminar desde la mayor hondura y con
la más clara luz cuantos temas tocaba, con la luz de la razón, la que tantas
veces ha chocado con la oscuridad de lo que tradicionalmente se ha tenido por
fe.
Todas las cuestiones que toca Balmes se enmarcan en las más hondas
raíces de la filosofía, aunque siempre lo hace con la luz que dan las ideas,
nunca con los excesos de palabras que las pueden oscurecer, mucho menos con los
retablos místicos que tienen su origen en la teología. Por esto, la prosa
de Balmes puede considerarse como modélica y de la mejor didáctica, pues en todo
momento siguió el lema cartesiano de la claridad y distinción. También le
siguió en otro de los objetivos del pensador francés, y fue en el de liberar a
sus escritos de la apabullante erudición en que había caído el escolasticismo
que a él le tocó sufrir en el colegio de la Flèche en París, que estaba dirigido
por los jesuitas. Los libros de Descartes carecen prácticamente de erudición, en
los de Balmes hay alguna, pero sólo la necesaria, pudiéndose decir en todo caso
que él es el único responsable de todo lo que dice, no los autores a los que
pudiera citar.
El primer problema que se ha de plantear el que escribe sobre un
autor es el de conectar con los que espera sean sus lectores. Si se trata de un
autor conocido, tiene la mitad del camino andado, pero si se trata de un gran
desconocido como hoy lo es Balmes, necesita comenzar por explicar quién es. Esto
para los que desconocen hasta su nombre, también para los que, aun conociéndolo,
lo tienen envuelto en las muchas telarañas que nuestra mala historia cultural ha
fabricado a su alrededor. Por esto, pueden ser muy importantes el Prólogo y
la
Introducción del libro, pero más aún el primer capítulo: "Como
llegué a interesarme por Balmes". Es que para mí, como para muchísima gente,
Balmes durante muchísimo tiempo no había sido más que el nombre de una calle muy
larga de Barcelona, a lo sumo un ultraconservador en cuya cabeza no había otro
objetivo que el de que nada se mueva.
Lo primero que hay que decir que yo llegué a Balmes un poco por
casualidad, no siendo otro mérito el mío que la insaciable curiosidad que
siempre me ha movido. A esto he de añadir que mi interés por Balmes no fue
gratuito, sino que lo que encontré en la lectura de El Criterio, un libro
suyo considerado menor, fue una idea que me iluminó de pronto, la idea de
unidad en la que yo llevaba varios años pensando y trabajando. En esta
idea encontré una vía de comunicación con el pensador catalán que me hizo
enamorarme de su filosofía. Y este amor al final ha resultado muy
fecundo.
El segundo capítulo es "Algunos rasgos de la biografía de Balmes".
Me parece claro que no es posible comprender la obra de ningún autor si no se
conoce a fondo su biografía. Ahora bien, la que aquí se propone no apunta a la
anécdota personal, la que podía llenar cientos y cientos de páginas, sino a la
que está incardinada en la realidad sangrante de la sociedad en que le tocó
vivir. Esta biografía quiere ser ante todo y sobre todo una página de la
historia de España y, por supuesto, de Cataluña. De la historia de Cataluña
forma parte medular la
Universidad de Cervera en la que Balmes estudió, coincidiendo
de manera muy significativa el final de sus estudios con su cierre y
desaparición por haberse trasladado a Barcelona. Sólo anotar aquí lo asombroso
de esa biografía, el trabajo literario inmenso que desarrolló nuestro autor en
los escasos treinta y ocho años que duró su vida. Una vida que acabó como
víctima de una tuberculosis galopante, a la que le llevaron los enormes
esfuerzos de su actividad literaria y editorial, así como la falta de cuidados,
la mala alimentación que entonces padecían las clases más populares, añadido a
la ignorancia que entonces había en materia de sanidad.
De su extensa obra sólo comentamos dos libros: el opúsculo Pío
IX y la
Filosofía fundamental. Al primero dedicamos un
capítulo, el III, que titulamos "El opúsculo Pío IX, el canto del cisne". En
este opúsculo, Balmes ensalza y apoya el espíritu renovador de Pío IX, los aires
de libertad con los que comenzó su reinado en 1846, sin duda guiado por lo que
Balmes llama el espíritu de la época. La verdad es que pocos meses después de
morir Balmes, en julio de 1848, la revolución se apoderó de Italia y el
Pontífice hubo de huir de Roma a Gaeta, bajo la protección del rey de Nápoles.
Cuatro años después el Pontífice fue repuesto en el trono por la intervención de
los ejércitos de Francia y de
Austria, lo que se saldó con un segundo y largo pontificado en el que
desaparecieron los aires de apretura y de libertad de la primera etapa. El
espíritu democrático que alentaba Balmes en su opúsculo quedaba en un sueño, los
tiempos de aquella Iglesia católica de entonces no estaban para semejantes
aventuras de libertad. Balmes se había equivocado en su diagnóstico, un error
que le hubiese hecho pasarlo bastante mal si, en el último memento, la campana
de la muerte no hubiese acudido a librarle de las duras acometidas de que
hubiese sido objeto por parte de sus correligionarios más tercos. La verdad es
que éste ha sido el drama de tantos hombres honestos que ha pretendido renovar
desde dentro la vieja institución eclesial, teniendo como consecuencia que la
renovación se haya tenido que hacer desde fuera, lo que fácilmente se convierte
en la negación de todos los valores, incluidos los más evangélicos, los que sí
convendría preservar.
El segundo libro que comentamos a fondo es la Filosofía
fundamental, una obra de más de setecientas nutridísimas páginas dividida en
diez libros. Por supuesto que, rechazando en principio limitarnos a hacer un
resumen de cada libro y pretendiendo entrar a fondo en su filosofía, y esto
además citando al pie de la letra sus propias palabras, sólo cabía elegir
algunos temas puntuales, con la idea de ofrecer un buen aperitivo para abrir
boca a cualquier estudioso interesado en la mejor filosofía, la que pone su
acento en la objetividad, en la que se han de mover todos los saberes que luchen
con la confianza puesta en la verdad.
La de Balmes es una filosofía muy bien asentada sobre la historia
de este saber, pero en todo caso sometiéndola a crítica primero y renovándola
después para ajustarla a las corrientes científicas de su época, las corrientes
que hoy continúan en boga, adelantándose más de cincuenta años en enunciados
sobre el tiempo que apuntaban muy certeramente a la hoy ya famosa teoría de la
relatividad de Einstein.
En el capítulo IV,
"Balmes filósofo", después de un "Breve apunte histórico sobre la Filosofía
fundamental", entramos en el tema básico de cualquier actividad intelectual
y comentamos el libro I, "De la certeza". La certeza es el punto de apoyo o los
cimientos sobre los que se puede construir un saber que aspire a perdurar. Y la
primera pregunta que se hace Balmes es si estamos ciertos de algo. A lo que
pretende hacer frente es al temido escepticismo, el que acabaría
inmovilizándonos de raíz, el que ha inmovilizado a muchos filósofos. "Un
escéptico absoluto sería un demente y con la demencia llevada a lo mayores
extremos", dice Balmes. Si no estamos ciertos de algo, si todo lo ponemos en
cuestión, no nos podemos mover. Tal sería el caso de algunos escépticos famosos,
como Pirrón (365-275
a. C.).
Mas ¿cómo se sale del escepticismo? ¿Con la fe? Esto es lo que
proponen las religiones, a lo que Balmes desde la suya se podría haber agarrado.
Sin embargo él no era teólogo, sino que era filósofo y, antes que filósofo, como
él mismo llegó a decir, era hombre.
Entonces no pudo recurrir más que a la razón. Y esta razón le lleva a la
búsqueda de una idea que le sirva para aplicarla a la realidad y le permita
comprender los hechos. El hecho es que en su tiempo, lo mismo que hoy, después
del cultivo de siglos de la filosofía y de otros muchos saberes, el sistema de
ideas de que disponía el hombre ya era complejísimo. Si cada idea tiene su
correspondiente palabra, basta asomarse a un diccionario para comprender la
inmensa variedad de ideas de que podemos disponer. Si la filosofía tiene como
función facilitar al hombre la comprensión del mundo, la primera necesidad con
la que se encuentra es con la de simplificar el sistema de ideas a fin de que no
tengamos que depender en nuestro discurso más común de los miles y miles de
palabras que podemos encontrar en un buen diccionario. Y Balmes descubre una
sola idea que puede ser el fundamento de todo nuestro saber, la idea de
unidad.
¿Se trata de una idea nueva? Todo lo contrario, es tan vieja como
el hombre, al menos tan vieja como su cultura: desde sus más oscuros orígenes,
el hombre comprendió que sólo le era posible dominar la diversidad mediante la
unidad. La unidad, como base de cualquier saber, es una idea que ha sobrenadado
todos los siglos. ¿Entonces cuál es la aportación original de Balmes? Pues algo
tan sencillo como esto: rompe con la unidad de análisis y recupera la
unidad de síntesis. Esta recuperación ha sido clave en todos campos del
saber hasta hoy, especialmente en las ciencias de la naturaleza. En 1824, cuando
Balmes tenía sólo catorce años, se produjo el descubrimiento de los
isómeros de la química. Hasta ese momento los químicos, siguiendo sin
duda el pensamiento absolutamente analítico de Leibniz (1646-1716), pensaban que
sólo era cuestión de tiempo dar razón de todas las sustancias químicas mediante
el análisis, el que les permitiría establecer todas sus fórmulas empíricas. El
problema se les planteó a los químicos cuando descubrieron que había sustancias
que, teniendo la misma fórmula empírica, eran cualitativamente distintas. A
éstas sustancias fueron a las que Bercelius llamó isómeros, y no fue
hasta tres décadas después cuando Kekulé ideo las fórmulas desarrolladas para
dar razón de los isómeros.
El pensamiento de Balmes, el de su unidad de síntesis, daba
respuesta al problema de los isómeros, aunque posiblemente él desconocía en
detalle esta historia de la química de su tiempo. Para que el lector sencillo
entienda esto de los isómeros, basta que recurramos al lenguaje ordinario, más
visiblemente a la escritura. "Las"y "sal"son isómeros, pues tienen las mismas
partes, que eso significa la palabra griega isómero, las misma letras,
pero no son la misma palabra. "Saco" y "cosa" también son isómeros, pues tienen
las mismas sílabas, pero no son la misma palabra. En el terreno de las frases
ocurre lo mismo: "ésta es gente menuda" y "menuda gente es ésta".
Si queremos dar razón del lenguaje solamente analítica, nos resulta imposible,
pues no basta con tener en cuenta sólo las unidades parte, sino que es
necesario atender también a la unidad conjunción. Así, de las dos frases
que hemos trascrito bien se puede decir que tienen las mismas unidades
pero distinta unidad. Y en esa distinta unidad es en la que se
puede encontrar la razón de la diferencia del mensaje de ambas frases. Cierto
que Balmes no habla de la unidad como idea, sino como principio, lo que permite
englobar en él tanto las unidades de análisis como la de síntesis.
El resto del capítulo
estudia cuestiones de un gran interés para el logro de la certeza que tanto nos
interesa. Tal sería el principio de contradicción, que es el agujero negro por
donde puede acabar desapareciendo todo aquel que no lo tenga en cuenta.
El capítulo V se dedica a las aportaciones de Balmes a lo que él
llama "La extensión y el espacio". Se trata de un estudio muy moderno de lo que
entendemos por espacio, que él distingue de la extensión, que ya sería la
geometría aplicable a las ciencias de la naturaleza. En la cuestión del espacio,
nuestro autor entra en profundidad y en unos términos que hoy son de entera
actualidad y que me parece están al alcance del que tenga voluntad de leer. La
conclusión más sorprendente a la que llega al final es a que el espacio es una
cuestión muy oscura: "cuanto más se ahonda en él, más oscuro se le
encuentra", son sus palabras. Esto nos lleva a tratar, siquiera sea someramente,
el moderno tema de la materia oscura. Al menos la calificación de
oscuro se le debenmios a Balmes. Y no cabe duda de que, con la claras
ideas que tenía nuestro autor, aplicadas al espacio hoy, ya no sería una
materia tan oscura.
El capítulo VI se dedica a las ideas, cuestión capital para una
filosofía que apunte con cierta seguridad al conocimiento de la realidad. Parece
claro que nuestra capacidad de comprensión no está en la agudeza de nuestros
sentidos, ni siquiera auxiliados por los más sofisticados instrumentos mecánicos
de ampliación y de medición, sino en nuestra riqueza de ideas. ¿Qué son las
ideas? ¿Cómo llegamos a ellas? ¿Son innatas o son adquiridas? A todas estas
importantísimas preguntas trata de dar respuesta nuestro autor. Aunque yo
señalaría como de singular valor el epígrafe 6, "Relación de las palabras con
las ideas".
Se plantea el hecho de que no hay una correspondencia unívoca entre
las palabras y las ideas, sino que hay palabras a las que corresponden muchas
ideas. ¿Entonces cómo es posible que nos entendamos con un lenguaje así? La
respuesta tópica que se suele dar es eso del contexto. Ciertamente es así, mas
para entender lo del contexto es necesaria una explicación más profunda. ¿Cómo
es posible que podamos entender una misma palabra con más de un significado y
precisamente con el que pretende dar el que nos habla o escribe? Para esto es
necesario que al oír la palabra su identificación con el correspondiente
concepto no sea automática. La genial aportación de Balmes fue la observación de
que el momento en que oímos una palabra no se identifica con el momento de la
identificación mental del concepto correspondiente. Hay, pues, un desajuste
temporal entre el momento de oír la palabra y el de identificar el concepto
correspondiente. Esto es lo que explica que la significación no sea
automática, sino que pueda ser autónoma. La gran sorpresa es que
este desajuste temporal observado por Balmes en el lenguaje se corresponde con
el que los físicos han observado en la naturaleza, el que ha sido el caballo de
batalla de la moderna teoría de la relatividad.
En el capítulo VII,
abordamos "Las ideas de ente, de unidad y de número". Se trata de ideas clásicas
de la filosofía, pero planteadas muy en la mentalidad de hoy, al menos en unos
términos que fácilmente podemos comprender con tal de que nos esforcemos un poco
y tengamos confianza en nosotros mismos. Sólo voy a fijarme en los dos últimos
epígrafes, "En torno a la unidad" y "La idea de número". Ahí está planteado cómo
se comenzó a construir la aritmética, lo que puede explicar los problemas que
hoy arrastra. En lo que se refiere al número, Balmes distingue a fondo lo que es
el número y su signo. El número es algo sustantivo, con propiedades invariables,
mientras que el signo es convencional. El problema al que esta distinción quiere
hacer frente es al de la homonimia, un problema también del lenguaje
ordinario: que con un mismo signo se designen a más de un concepto. Es que en la
aritmética también se da la homonimia, que con el mismo signo se
pueden designar números diferentes. En efecto y por limitarnos sólo a la
más pura aritmética, si establecemos la serie de las tres primeras potencias,
vemos que hay signos, nosotros los llamamos numerales, que coinciden en
más de una potencia. Por ejemplo el "1", que como signo es el mismo para
las tres, pero que como número es distinto en cada una. Si no lo
distinguimos así, podemos incurrir en verdaderos absurdos.
El capítulo VIII lo dedicamos a "El tiempo", idea que ha sido el
caballo de batalla de la teoría de la relatividad. El estudio que hace Balmes de
esta noción tan fundamental para cualquier saber hoy nos puede llenar de
asombro, sobre todo cuando leemos lo que más de medio siglo después se escribió
sobre el tiempo con motivo de la teoría de la relatividad y lo que hoy parece el
catecismo para muchos físicos. Una de las sorpresas que se va a llevar el lector
es que, después de la comparación que hace Balmes entre el espacio y el tiempo,
va a ser difícil ya sostener que el tiempo pueda ser la cuarta dimensión del
espacio. Si a esto añadimos el descubrimiento de la cuarta dimensión del espacio
que supone haber resuelto la ecuación de cuatro cubos, 63 =
53 + 43 + 33, la única salida que quedaría es
declarar al tiempo como una quinta dimensión. Para que el lector lo entienda de
manera sencilla: el tiempo es lo incierto de las cosas, mientras el espacio es
lo cierto. Intentar reducir el uno al otro es como pretender conciliar el agua
con el fuego.
El capítulo IX lo dedicamos a "Necesidad y causalidad", dos
cuestiones de la más arraigada y clásica filosofía. Uno de los más hondos
descubrimientos de la primitiva filosofía griega fue la necesidad. Es decir, que
las cosas en la naturaleza no ocurren por la voluntad de ningún dios, sino por
pura necesidad. En este caso, para prevenir los acontecimientos en la medida de
lo posible, no hemos de ir a los templos a rogar a los dioses, sino que hemos de
ir a la naturaleza para observarla. Y ahí es donde se descubre la necesidad, la
que viene alumbrada por el principio de causalidad: lo que precede es la causa
de lo que sigue (post hoc, ergo propter hoc). Ahora bien, se trata de un
principio que tiene muchos agujeros, los que descubrió la crítica a la que en el
siglo XVIII David Hume (1711-1876) había sometido dicho principio, la misma
crítica en la que abunda Balmes, bien que de una manera mucho más completa y
mucho más profunda creo yo, llevándonos en ambos casos a la decepcionante
conclusión de que en la naturaleza nuestra única certeza es la estadística,
nunca la absoluta o formal, como es la que podemos tener en las ciencias
formales como las matemáticas. Hoy la ciencias de la naturaleza asumen esto con
toda naturalidad.
Completamos el libro con un breve capítulo, el X, "El pensamiento
de Balmes resumido en una sola palabra", que no puede ser otra que la
unidad.