El entusiasmo caldeaba el teatro.
¡Qué début! ¡Qué Lohengrin! ¡Qué tiple aquella!
Sobre el rojo de las butacas
destacábanse en el patio las cabezas descubiertas o las torres de lazos, flores y tules, inmóviles, sin que las aproximara el cuchicheo ni el fastidio; en los palcos, silencio absoluto; nada de tertulias y conversaciones a media voz, arriba, en el infierno de la filarmonía rabiosa, llamado irónicamente paraíso, el entusiasmo se escapaba prolongado y ruidoso, como un inmenso suspiro de satisfacción, cada vez que sonaba la voz de la tiple, dulce, poderosa y robusta. ¡Qué noche! Todo parecía nuevo en el teatro. La orquesta era de ángeles; hasta la araña del centro daba más luz.
En aquel entusiasmo tomaba no poca parte el
patriotismo satisfecho. La tiple era española: la López; sólo que ahora se anunciaba con el apellido de su esposo, el tenor Franchetti; un gran artista que, casándose con ella, la había hecho ascender a la categoría de estrella. ¡Vaya mujer! Legítima de la tierra. Esbelta, arrogante; brazos y garganta con adorables redondeces, y los blancos tules de Elsa, amplios en la cintura, pero estrechos y casi estallando con la presión de soberbias de soberbias curvas. Sus ojos, negros, rasgados, de sombrío fuego, contrastaban con la rubia peluca de la condesa de Brabante. La hermosa española era en la escena la mujer tímida, dulce y resignada que soñó Wagner, confiando en la fuerza de su inocencia, esperando el auxilio de lo desconocido.
Al relatar su ensueño ante el
emperador y su Corte, cantó con expresión tan vigorosa y dulce, los brazos caídos y la extática mirada en lo alto, como si viese llegar montado en una nube al misterioso paladín, que el público no pudo contenerse ya, y como la retumbante descarga de una fila de cañones, salió de todos los huecos del teatro, hasta de los pasillos, la atronadora detonación de aplausos y gritos.