Prólogo
La enorme riqueza de contenido que abarca la revelación
cristiana, especialmente el Nuevo Testamento, hace que la atención del creyente
quede en muchas ocasiones dispersa. De un modo parecido al pequeño que en la
noche del cinco de enero ve asombrado la cabalgata, pero al día siguiente, por
la mañana, ya no sabrá adónde mirar pasmado con los ojos muy abiertos ante
tantos juguetes, el creyente contempla la enorme riqueza del Evangelio y, en
ocasiones, no sabe con qué quedarse. El mandato del amor, la fidelidad, la
trascendencia, la cercanía del mismo Dios, la felicidad ya iniciada en las
bienaventuranzas, el perdón otorgado y recibido, la fraternidad... todo son
elementos que componen un inmenso conjunto que mutuamente se complementan y
enriquecen dejando perplejo a quien tiene que elegir.
En realidad la revelación de Jesús no es compleja, sino bien
simple: Dios es abba, Padre, y todos los hombres debemos fabricar
fraternidad. Dentro de un axioma tan sencillo va todo el estilo para vivir el
discípulo la Moral, la Sociología, la Ética, la Economía, etc. Pero es
comprensible que al desarrollarse la revelación sean muchos los puntos que
llamen la atención y nuestro interés corra el peligro de quedar disperso ante
tan riqueza.
Vamos a considerar en este librito un punto capital: la
Eucaristía. Hace dos mil años que la comunidad eclesial celebra la Eucaristía.
Somos herederos de nuestros primeros hermanos cristianos y de la conciencia viva
de las generaciones pasadas. No somos los dueños de la Eucaristía, ni los
primeros en celebrarla, ni los únicos, ni los últimos. Transmitiremos la misma
Eucaristía que celebró Jesucristo. Así lo confiesa la Iglesia en su Magisterio y
así lo creemos:
«Los sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos
y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la sagrada Eucaristía y a
ella se ordenan. Y es que en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien
espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por
su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu
Santo. Así son ellos invitados y conducidos a ofrecerse a sí mismos, sus
trabajos y todas sus cosas en unión con Él mismo. Por lo cual, la Eucaristía
aparece como la fuente y la culminación de toda la predicación
evangélica.»
Y un poco más adelante se afirma de un modo enérgico:
«Ninguna comunidad cristiana se edifica si no tiene su raíz y
quicio en la celebración de la santísima Eucaristía».
Y es un deseo apremiante que la celebración eucarística sea
algo vivo, participante, gozoso:
«La Iglesia procura con solícito cuidado que los cristianos no
acudan a este misterio de fe como extraños espectadores, sino que,
comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones,