Nací el 13 de mayo de 18... en una ciudad del Languedoc, donde se encuentra como en todas las ciudades del Mediodía mucho sol, una cosa regular de polvo, un convento de carmelitas y dos o tres monumentos romanos.
Mi padre, el señor Eyssette, que por aquella época era comerciante de tejidos de seda tenía a las puertas de la ciudad una gran fábrica en una nave de la cual se hizo construir una habitación cómoda sombreada por altos plátanos y separada de los talleres por un vasto jardín. Allí fue donde yo vine al mundo y pasé los primeros, los únicos años buenos de mi vida. Por eso mi memoria reconocida ha conservado del jardín, de la fábrica y de los plátanos un recuerdo imperecedero, y cuando después de la ruina de mis padres me fue preciso separarme de esas cosas, su pérdida la he sentido como si se tratara de personas.
Para empezar, debo decir, que mi nacimiento no trajo la dicha a la casa Eyssette. La vieja Ana nuestra cocinera me ha contado más tarde muchas veces que mi padre, en viaje entonces recibió a un mismo tiempo la noticia de mi aparición en el mundo y la de la desaparición de uno de sus clientes de Marsella que se le llevaba más de cuarenta mil francos; hasta el punto de que el señor Eyssette, alegre y desolado a un mismo tiempo, se preguntaba como el otro, si había de llorar por la desaparición del cliente de Marsella o reír por el feliz advenimiento del pequeño Daniel... Lo prudente era llorar, mi buen señor Eyssette, lo prudente era llorar doblemente.
No es posible negarlo, yo fui la mala estrella de mis padres. Desde el día de mi nacimiento, increíbles desdichas les persiguieron por veinte lados diferentes. En primer lugar, lo del cliente de Marsella; luego, dos incendios en un año; después, la huelga de urdidores; más tarde nuestra riña con el tío Bautista; en seguida un pleito muy costoso con los comerciantes de colores, y por último, la revolución de 18.. que fue el gol de gracia.
A partir de ese momento, la fábrica no voló más que con un ala; poco a poco, los talleres fueron vaciándose; cada semana un telar menos, cada mes una mesa de estampado que desaparecía. Daba lástima ver cómo se iba la vida de nuestra casa como de un cuerpo enfermo, lentamente, un poco cada día. Llegó un momento en que ya no se entró en las salas del segundo. Algo después el patio del fondo fue condenado. Así continuaron las cosas dos años todavía; dos años duró la agonía de la fábrica; hasta que, por fin, un día los obreros no volvieron, la campana de los talleres no sonó, la rueda del pozo no rechinó, el agua de los grandes tanques donde se lavaban los tejidos permaneció inmóvil, y no tardaron en quedar tan sólo en toda la fábrica el señor la señora Eyssette, la vieja Ana, mi hermano Jaime y yo, y bajo, allá en el fondo, para guardar los talleres, el conserje Colombo y su hijo el pequeño Rouget.
Decididamente, estábamos arruinados.