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EL REGRESO DEL EMPERADOR

 

I

Un sol de sangre, minúsculo y macilento, surgió de la neblina por unos instantes y volvió a desaparecer en el frío glacial de la madrugada. Amanecía melancólicamente el veinte de marzo; a pesar de que sólo faltaba un día para la iniciación de la primavera, no se advertía su anuncio en ninguna parte.

Por la noche, la tormenta y la lluvia habían arreciado en París. Hacia el amanecer, los pájaros callaron de pronto después de un breve canto matinal. La niebla se elevaba de los intersticios del empedrado en cintas sutiles y frías, tornaba a humedecer las piedras que el viento aurora, acababa de secar, se quedaba flotando entre los sauces y castaños y entre las arboledas de las avenidas, hacía tiritar los brotes diminutos, provocaba escalofríos en los lomos húmedos de los tranquilos caballos de tiro y comprimía contra la tierra al humo que de trecho en trecho intentaba elevarse de algunas chimeneas madrugadoras. El aire olía a algo quemado, a niebla, a lluvia, a trajes húmedos, a granizo y nubes de nieve en acecho, a viento destemplado y emanaciones de canales putrefactos.

A pesar de todos estos inconvenientes, los habitantes de París no permanecían en sus casas; desde las primeras horas de la mañana se apretujaban en las calles, formando animados grupos frente a las paredes en las que se exhibían hojas de diarios. Contenían las palabras de despedida del rey de Francia. Eran páginas indescifrable, parecía que hubieran llorado, pues la lluvia nocturna había diluido casi por completo los caracteres aún frescos de tinta y la goma que los mantenía pegados a los muros. De vez en cuando el vendaval arrancaba violentamente una que otra hoja y la arrojaba al lodo negruzco del arroyo. De esta manera las palabras de despedida del rey eran destruidas ignominiosamente entre el barro de la calle, las ruedas de los coches, las herraduras de los caballos y los pasos de los peatones.

Algunos que aún permanecían fieles al rey seguían el destino de estos diarios hollados por la muchedumbre, con miradas melancólicas y resignadas. Hasta el ciclo parecía estar en contra del rey; la tormenta y la lluvia se empeñaban en destruir sus palabras de despedida. En la noche tuvo que abandonar su palacio desafiando al viento y a la lluvia. «¡No me laceren el corazón, hijos!», había dicho, cuando le pidieron de rodillas que se quedara. El, no podía quedarse, y hasta el ciclo le era adverso... era evidente.

Era un buen rey. En el país sólo pocos lo amaban, pero muchos sentían simpatía por él. No tenía buen corazón, pero sí un corazón leal. Era viejo, muy corpulento y pesado, de temperamento pacífico y carácter orgulloso. Conocía de cerca las vicisitudes del exilio, pues había envejecido, sufriendo sus rigores. Como toda persona desdichada desconfiaba de los hombres; amaba; la tranquilidad, la moderación, y la paz. Vivía solitario y alejado de los hombres, pues los verdaderos reyes son lejanos y solitarios. Era pobre y viejo, corpulento y pesado, digno, discreto e infeliz. Pocos le amaban, pero muchos en el país sentían simpatía por él.

 
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