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I

De las cosas pequeñas nacen a veces consecuencias grandes. Tienen ciertos hombres el espíritu de tal modo formado, que los más vulgares incidentes, que apenas merecen ser referidos, producen en ellos una impresión imborrable, guardando para siempre su recuerdo. Creen seguir al Cielo o al diablo que los llama, y parten, avanzando a la ventura, para ir adonde les empuja su destino.

El 2 de septiembre de 1833, a media mañana, el barón de Saligneux, vestido de algodonada bata de seda verde manzana, con las manos en los bolsillos, dejó su gabinete de trabajo para dar una vuelta por su jardín. El barón de Saligneux, conocido en diez leguas a la redonda con el nombre de barón Adhemar, poseía en el cantón de Saligneux, situado en los confines de Bugey y de Bresse, un hermoso castillo, que le habían legado sus antepasados, poseyendo además campos, viñas, bosques, prados y más de doscientas hectáreas de tierras de sembradura. Se ocupaba en cuidar de sus bienes, en cultivar sus tierras, vigilándolo todo, inspeccionándolo todo por sí mismo, más respetado que amado por su servidumbre y por sus trabajadores. Pasaba el Barón por ser hombre de carácter severo, de acceso algo rudo; sin embargo, se le conocía un flaco: bastaba doblar el espinazo ante él, y hablarle con el sombrero en la mano. Aquellos de sus criados que empleaban este método, se encontraban a maravilla; pero siempre hay cuellos tiesos, frentes duras y altivas a quienes repugnan las bajezas. El Barón tenía, para ayudar al jardinero, a un muchacho de dieciocho años, llamado Juan Tozudo, que no había sabido o no había querido captarse las simpatías de su amo.

Este muchacho era un niño abandonado, recogido en medio de la calle. Se le llamó Tozudo por que creyeron leer este nombre en un papel cosido entre las ropas. Corrió el rumor de que debía su existencia a los amores efímeros de un viajante de comercio y la criada de una posada. La criada desapareció, y nadie supo más de ella. Fue criado y educado a expensas de la caridad pública, la que, a decir verdad, no hizo mucho por él; creció en el abandono, y se hubiera extraviado, si el joven curita de Saligneux, que tenía todas las virtudes de un cura viejo, no hubiese concebido algún interés por aquel muchacho. Le llamó, le interrogó, fue impresionado por su despejo natural, por su viva inteligencia. Resolvió llevarlo a su casa; le enseñó a leer, a escribir, a contar. El cura Miraud era muy aficionado a la jardinería, dio lecciones de ella a Juan Tozudo, y algunos años más tarde lo colocó en casa del barón de Saligneux, quien sólo consintió tenerlo a su servicio merced a la recomendación del cura. La persona de Juan Tozudo no agradaba al Barón. Este gustaba poco de sus maneras. Le reprochaba su reserva, su taciturnidad, su ensimismamiento. "No es posible saber -decía el Barón, -si este muchacho es amigo o enemigo; más bien resulta ni lo uno ni lo otro. Es siempre un extraño."

Le odiaba, sobre todo, porque era testarudo y altivo. Estimaba el Barón sobre todas las cosas el respeto, y Juan Tozudo no había nacido respetuoso. Había venido al mundo con la idea de que un Barón de antigua capa y un expósito son poco más o menos iguales, y son de una misma carne. ¿Quién le había metido esto en la cabeza? ¿Sus padres quizá, el viajante de comercio y la criada de la posada?

El barón Adhemar de Saligneux, vestido de bata color verde manzana, las manos en los bolsillos, se paseaba por su jardín, cuando vio a Juan Tozudo ocupado en podar un peral. La antipatía que le inspiraba el expósito aumentaba de día en día; ya hacía tiempo que le espiaba sin cesar, con la esperanza de sorprenderle en alguna falta; pero esto era difícil, tratándose de Juan Tozudo. El antiguo taciturno, que, al cabo de sus días, se volvió casi charlatán, era un trabajador infatigable, durmiendo poco, levantándose temprano, aplicado, diligente, concienzudo. Goethe ha dicho "que para los hombres medianos, un oficio será siempre un oficio, mientras que para los hombres de talento es siempre un arte, y que el hombre verdaderamente distinguido, al hacer una cosa, la hace toda a la vez, o más bien, que ve, en esta sola cosa que hace bien, el símbolo de todo lo que está bien hecho en este mundo." Juan Tozudo hacía bien todo lo que hacía, no porque se cuidase de agradar a sus amos y atraerse sus elogios, sino porque se preocupaba muchísimo de agradarse a sí mismo, y no era él fácil de contentar.

El Barón se acercó adonde estaba Juan, y le vió trabajar un instante; después, frunciendo el ceño, le reprochó que no sabía lo que estaba haciendo.

-Estás estropeándome el peral -le dijo, -deja ese instrumento y ve por otro. Yo te enseñaré tu oficio.

Juan le contestó que sabía su oficio. Quizá llevaba razón; pero, cuando un expósito y un noble disputan, siempre se lleva, por fuerza, la razón el noble. Se enfadó Adhemar de Saligneux. Trató de insolente a Juan, de orgulloso, y le manifestó que nada hay tan ridículo en este mundo como un orgullo sin fundamento. Juan lo escuchó primero sin proferir palabra; pero, pronto, faltándole la paciencia, se puso a tararear por lo bajo una cancioncilla. Era la única que sabía, y se pirraba por cantarla; por desdicha, tenía voz de falsete, y, siendo muy escrupuloso en todo le que hacía, cantó su canción en falso con todo el método y esmero del mundo. Pero el Barón no reparó en su voz, sino, en su insolencia. Rugiendo de cólera, levantó la mano sobre el joven. Este se echó a un lado, y evitó el bofetón; pero no pudo impedir que el Barón tuviese el pie tan listo como la mano, de suerte que recibió en los riñones un puntapié que le arrojó contra el peral. Cuando Juan recobró el equilibrio, se volvió, recogió su gorra, que se le había caído al suelo, miró al Barón con ojos terribles, inundados de lágrimas de rabia, y, echando a correr, desapareció.

Juan Tozudo no supo al pronto lo que le pasaba. Veía el mundo al través de su desgracia, y el mundo, le parecía cambiado. El sol, los campos, los bosques, el campanario de Saligneux tenían otro aspecto; casi no los conocía. Los campos, el campanario, el sol habían visto su afrenta., y todas aquellas cosas formarían sin duda su juicio acerca del suceso. Fue Juan a ocultar su vergüenza en el fondo de impenetrable selva, donde permaneció dos horas royéndose los puños. Vacilaba entre infinitas resoluciones, daba cabida en su cerebro a los más extravagantes pensamientos. Fue el primero pegar fuego al castillo; el segundo, esperar al Barón en el recodo de un camino y romperle la cabeza. Se cortó un garrote de una rama de acebuche, y, examinándolo, lo encontró inmejorable para su venganza. Poco a poco, sin embargo, fue calmándose su furia. No tenía fe en muchas cosas, pero aún creía. que había tribunales, gendarmes, calabozos, y decidió no entrar en relaciones con nada de esto.

Dijo a su garrote:

-No, no servirás para eso. Ya encontraré otro medio mejor.

 
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de Víctor Cherbuliez

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