Cuando era niño era mucho más intuitivo que ahora. Las
intuiciones me abordaban de manera inesperada y subrepticia. En ocasiones me
encontraba instalado en un estado de ánimo sereno o tranquilo, y de un momento a
otro, ante el menor estímulo, o a veces sin él, ya estaba poseído por una
emoción nueva y colorida: a veces gozosa y sorprendente, otras triste y
descorazonada. Entonces algo se me rebelaba por sí mismo, no una nueva verdad
necesariamente, sino un aspecto de mi mundo infantil hasta entonces desconocido,
o poco iluminado en mi cotidianidad.
Las intuiciones no siempre
iban acompañadas de disfrute y grata sorpresa, también mostraban, o demostraban,
dimensiones crueles y dolorosas. La infancia ha sido idealizada por la vida
moderna hasta el ridículo; la infancia puede ser bella, ciertamente; pero los
niños también son crueles o sufren la crueldad del mundo adulto. En una de mis
novelas titulada: Tristísima, hablo al respecto de lo cruel que pueden ser
la infancia y la pubertad.
Mi infancia y parte de mi
adolescencia fueron ricas en lecturas juveniles, de aventuras y drama: autores
como Jack London, Mark Twain, Emilio Salgari, Julio Verne, Oscar Wilde, Charles
Dickens, Víctor Hugo, además de los infaltables comics de todos los personajes: desde
las Aventuras del Pato Donald, Condorito,
Capulinita, Mafalda, Garfield, Lorenzo y Pepita, hasta el Libro Vaquero y el Mil Chilstes. Historietas ilustradas todas muy populares en México en los años
ochentas, así como autores clásicos juveniles e infantiles acompañaron esta
parte de mi vida y se quedaron permanentemente, influyendo en mi estilo
narrativo y ensayístico de por vida.
En mi etapa de adolescente tuve oportunidad de ya no sólo
gozar y padecer las emociones. Al final de la escuela preparatoria fui
introduciéndome en lecturas cada vez menos emocionales y artísticas,
profundizando y hundiéndome en libros más analíticos, como los trabajos de
Freud, Jung, los ensayos de Octavio Paz (que no sólo son analíticos sino que
gozan de una gran belleza); fui seducido por la filosofía de Nietzsche; los
manuscritos de 1844 del joven Marx; los textos de Bakunin el anarquista;
descubrí y me ayudaron mucho también algunas obras de los teólogos de la
liberación latinoamericanos, como Leonardo Boff y Frei Beto. Igualmente leía con
obsesión las novelas y los ensayos de José Revueltas, a José Vasconcelos, la
poesía de José Emilio Pacheco, a Erich Fromm, Kafka y Milan Kundera.
Para la época de la Universidad se me dio la oportunidad
de desarrollar un pensamiento más analítico y racional. Me fui convirtiendo poco
a poco en un observador psicológico agudo. La maestría en Lingüística vino a
proporcionar muchos más conceptos y reflexiones sobre el origen del lenguaje y
el pensamiento, sobre la manera en que se construye el conocimiento, la
estructura de la personalidad, la relación entre mente y cultura, entre razón y
emoción. Temas que siempre fueron de mi máximo interés y a los que creo que
seguiré dedicando el resto de mi existencia, a reflexionar en torno a ellos.
Sobre todo, más que nada, la maestría en Lingüística me enseño a plantearme
problemas de investigación.
Tras la licenciatura y la
maestría mi escritura se volvió más precisa, cuidada y reflexiva, mi manera de
hablar y de pensar aún más pausada y meditada. Pero me faltaban de nueva cuenta
las emociones profundas, como en la infancia: la intuición, las aventuras y las
historias ficticias. También necesitaba vivir en lugar de seguir estudiando.
Sobrevino un drástico cambio en el que procuré buscar la congruencia entre lo
que vivía, leía y escribía: una fusión entre experiencias de vida y creación
escrita. Equilibrio entre vida, conocimiento y literatura. Inicié viajes:
geográficos, espirituales y escriturales; contacto con plantas de poder,
chamanes, magos, artistas, terapeutas autodidactas, gente simple y sabia: conocí
a muchísimas personas de todo tipo, por lo menos desde el año 2000 hasta ahora,
y no han cesado de llegar amigos nuevos de todas las variedades y faunas
diversas posibles. Descubrí y coleccione gigantescas cantidades de música: rock,
electrónica, jazz, funk, clásica, óperas, world beat. Presiento que mi
escritura es demasiado musical, que sin quererlo sigue un ritmo a veces
turbulento como el rock, otras, libre como el jazz, y algunas, tal vez menos,
precisa y calculada como alguna pieza clásica.
Buena parte de mi vida la he
dedicado a asimilar las contradicciones y los dualismos personales. Sentimientos
que se oponían: a veces con predominio de la razón, el intelecto y el
pensamiento científico-analítico, otras, con rebeldía de las pasiones y obsesión
artística creadora. En un momento dado necesitaba volver a la creación
literaria, sufría como en la infancia y la adolescencia de una imperiosa
compulsión a crear mundos ficticios y personajes imaginarios. Mi última novela: Histérica y Adorada: Cuentos de
Psicoanálisis en México, responde a la necesidad profundísima de sintetizar
mi vida como psicólogo con mi vida como escritor. En diversas épocas ambos
personajes, el escritor y el psicólogo peleaban entre sí, haciéndose pedazos
mutuamente, sofocándose el uno al otro, a veces ganaba el psicólogo racional,
otras el intempestivo escritor apasionado. El señor Jekill y Mister Hide en
inacabable combate. Al parecer, momentáneamente ambos lograron firmar una paz
temporal, precaria, sentándose durante un año y medio que tardó el proceso de
escritura de este libro y producir Histérica y Adorada. Redactada bajo la tranquila vida
que me permite mi labor como profesor en un centro universitario bastante
alejado de la ciudad, en el campo y la sierra, rodeado de montañas, cerros y
cañones.