- I -
De cabeza grande, de facciones chatas, ganchuda la nariz,
saliente el labio inferior, en la expresión aviesa de sus ojos chicos y sumidos,
una rapacidad de buitre se acusaba.
Llevaba un traje raído de pana gris, un sombrero redondo de
alas anchas, un aro de oro en la oreja; la doble suela claveteada de sus zapatos
marcaba el ritmo de su andar pesado y trabajoso sobre las piedras desiguales de
la calle.
De vez en cuando, lentamente paseaba la mirada en torno suyo,
daba un golpe -uno solo- al llamador de alguna puerta y, encorvado bajo el peso
de la carga que soportaban sus hombros: «tachero»... gritaba con voz gangosa,
«¿componi calderi, tachi, siñora)».
Un momento, alargando el cuello, hundía la vista en el zaguán.
Continuaba luego su camino entre ruidos de latón y fierro viejo. Había en su
paso una resignación de buey.
Alguna mulata zarrapastrosa, desgreñada, solía asomar; lo
chistaba, regateaba, porfiaba, alegaba, acababa por ajustarse con
él.
Poco a poco, en su lucha tenaz y paciente por vivir, llegó así
hasta el extremo Sud de la ciudad penetró a una casa de la calle San Juan entre
Bolívar y Defensa.
Dos hileras de cuartos de pared de tabla y techo de cinc,
semejantes a los nichos de algún inmenso palomar, bordeaban el patio angosto y
largo.