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En el interior del continente americano, a más de mil millas de las costas de ambos mares, es donde tienen lugar los sucesos que constituyen esta historia.

Ascended conmigo a aquella montaña y miremos desde la cumbre cubierta de nieve.

Nos hallamos en la cresta más elevada. ¿Qué vemos?

Al Norte una sucesión de montañas que no ocupan menos de treinta paralelos, y que se prolonga. hasta el mar Artico; al Sur otras montañas, ya aisladas, ya agrupadas unas junto a otras.

Al Oeste se ven montañas igualmente, cuyos perfiles imponentes se destacan bajo el azul del cielo, divisándose entre sus bases anchas llanuras.

Volvámonos y fijemos los ojos hacia el lado del Este. ¡No distinguimos ni una montaña! ¡En cuanto alcanza la vista, a muchas millas de distancia, no aparece una sola eminencia. Aquella línea obscura que domina la llanura no es más que el límite pedregoso, la ceja de otra planicie, de una estepa algo más elevada.

¿Dónde estamos? ¿Sobre qué cumbre nos hallamos? Sobre la más saliente de la sierra Blanca, conocida por los cazadores con el nombre de Picos de España. Delante de nosotros se encuentra el límite occidental de la Gran Pradera.

Por el lado del Este no se vislumbra absolutamente rastro alguno de civilización; podría hacerse un viaje de más de un mes sin dar con él. Al Norte y al Sur se escalonan montañas y más montañas, pero al Oeste es ya muy diferente. Con ayuda del catalejo, vemos campos cultivados extenderse a lo largo de un río plateado por el sol. Aquellos son los establecimientos del Nuevo Méjico, oasis regado por el río del Norte.

Pero no es de ese país del que vamos al ocuparnos.

Sigamos mirando hacia el Este, y descubriremos la comarca donde pasa nuestra historia. Al pie de la sierra Blanca empieza una, llanura, cuyos límites se pierden en los confines del horizonte oriental. La montaña no tiene estribos en torno suyo; desde sus escarpadas vertientes cubiertas de pinos, se pasa sin transición al terreno llano de la planicie.

Esta ofrece aspectos diversos; a trechos, la grama forma verdaderas espesuras; pero en general la tierra es estéril como la del desierto de Sahara. Ora los rayos abrasadores del sol le dan tonos obscuros, ora ofrece el tinte amarillo de la arena. Algunas veces, la sal de que se halla impregnada, la hace aparecer también tan blanca como la nieve que cruje bajo nuestros pies.

Las plantas raquíticas que crecen en aquellos lugares agrestes no forman sobre ellos un manto de verdura; la pita tiene las hojas abigarradas y de color de escarlata, y el verde sombrío del cacto parece todavía, más obscurecido por sus numerosas espinas. Las hojas lanceoladas y leñosas de la yuca llenas de polvo, se asemejan a las bayonetas tomadas del orín; las acacias desmedradas no ofrecen sombra más que a temibles serpientes de cascabel. A intervalos algún palmito con el tronco desprovisto de ramaje, ostenta su abanico de hojas digitadas y da a aquel sitio aspecto africano. La vista se fatiga pronto contemplando un paisaje donde los árboles, las plantas, las hierbas mismas tienen formas angulosas y están llenas de espinas.

¡Con qué placer contemplamos un valle risueño que se esconde al Este del pie de la sierra Blanca! ¡Qué contraste entre la árida llanura y este valle cuya espesa alfombra de verdura está esmaltada de flores! Se las ve brillar entre el musgo como piedras preciosas, y el álamo plateado, la verde encina, el quino silvestre y el sauce, parecen invitarnos, uniendo sus follajes, a vagar bajo su fresca bóveda. ¡Descendamos!

 
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