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Descripción del libro "Dios está de vacaciones - Una teología no confesional"
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El libro Dios está de vacaciones pretende entrar a fondo en la
viejísima idea de Dios, la que ha marcado al hombre desde sus más oscuros
orígenes. En nombre de esta idea, el hombre ha cometido a veces las mayores
vilezas, a veces también se ha elevado a las más altas grandezas. Aun hoy, a
pesar de todo el progreso que parece rodearnos, después de siglos y más siglos
de cultura, va a resultar muy difícil comprender lo que es el hombre sin
remitirnos a la idea de Dios. De niños nos enseñaban que Dios había hecho al
hombre "a su imagen y semejanza". Sin embargo, de la historia que hemos ido
viendo hasta hoy mismo y a la que nos vamos a referir aquí, más bien parece todo
lo contrario, que Dios ha sido hecho por el hombre, también " a su imagen y
semejanza". Ésta es una idea muy compartida hoy por los antropólogos más al
día.
Es claro que no ocurre lo mismo con los dirigentes de las diferentes
confesiones religiosas, pues esta nueva idea, la de que Dios es un invento del
hombre, les deja con las manos en el aire, sin argumentos para mantener sumisos
a sus fieles, pues se quedan sin esa referencia única, su Dios, al que sólo
tienen acceso los elegidos. Porque éste es el problema, que, a poco que se
reflexione sobre la idea de Dios y su historia, pronto nos encontramos con que
es una idea muy dinámica. Es decir que, en la práctica, no hay un solo Dios,
sino muchos, tantos que muchas veces ni Dios sabe lo que queremos decir con esa
palabra. Tan es así que bien podemos decir que prácticamente hay tantos Dioses
como hombres, pues en realidad cada uno tiene el suyo. Y ahí es donde está la
dificultad, en saber en medio de tanta variedad cuál es el verdadero Dios, si es
que hay alguno que pueda serlo.
Tratando de simplificar las cosas, nosotros entendemos que hay dos clases
fundamentales de Dios: el Dios de poder y de culpa del Antiguo Testamento de la
cultura judía, y el Dios de querer y de responsabilidad del Nuevo Testamento de
la cultura judeocristiana. No cabe duda de que el Dios más atractivo para el
hombre, el que más éxito ha tenido en la historia ha sido el Dios de poder y de
culpa, el que han alimentado todas las religiones, el que siempre ha resultado
más atractivo, en el que cree la mayoría de la gente que se dice piadosa. Es el
Dios que les da más seguridad, el que va a resolverle todos los problemas a su
sabor, el que les va a hacer ganar todas sus batallas. Es el Dios de las
religiones, el que lleva a sus fieles a los santuarios para arrastrarse por el
suelo si hace falta, incluso para ofrecer toda clase de sacrificios a fin de que
sus deseos se cumplan. Es el Dios en el que se confía de manera absoluta,
también el Dios de las grandes decepciones, el Dios que, cuando se le
invoca, parece que siempre está de vacaciones.
Esto es evidente en las grandes catástrofes naturales, cuando las formidables
fuerzas que se desatan arrasan todo lo que encuentran a su paso: niños,
ancianos, hombres y mujeres, sin tener en cuenta méritos o deméritos de las
personas. Lo mismo podemos decir en el plano más individual. Por pensar sólo en
las enfermedades, el Dios de poder y de culpa es el que nos va a librar de todas
ellas con tal de que seamos fieles a sus mandatos. Sin embargo el hecho es que
muchas veces el creyente se encuentra con que ese Dios, cuando más se le
necesita y cuando se le invoca, no responde. ¿Por qué no responde? ¿Por qué no
existe o porque está de vacaciones? Ésta es la pregunta más angustiosa que el
hombre que se dice creyente se ha hecho hasta hoy.
Hay creyentes que, ante una falta de respuesta del Dios en el que creen y al
que invocan, reniegan de él. Es claro que ese Dios de poder y de culpa en el que
cree la gente más crédula no existe, el Dios de las religiones, pero ¿eso quiere
decir que no existe ninguna clase de Dios? ¿Es que puede haber algún otro Dios
distinto del que proponen las religiones?
Si nos atenemos al Dios que buscaba Jesús de Nazaret, vemos que era muy
distinto del que proponía la élite religiosa de su tiempo en Jerusalén, la que
no dudó en perseguirle a muerte, no parando hasta verle colgado de una cruz. Y
ése fue el drama de aquel gran hombre que se llamó Jesús de Nazaret, un drama
por el que han pasado otros muchos grandes hombres igualmente tratados con
injusticia por los dirigentes de sus pueblos. El drama de Jesús acabó cuando
murió en la cruz, pero el de los hombres continuó después, cuando Pablo de Tarso
disfrazó el drama de Jesús con el argumento místico de que murió no por la
voluntad de los que le condenaron, sino por un decreto divino: para pagar por la
ofensa que el hombre, la humanidad entera, había hecho a Dios cuando Adán pecó
en el Paraíso Terrenal. Y ésa es la interpretación que se impuso en el
cristianismo y la que se ha mantenido a lo largo de muchos siglos, hasta que en
el XIX la teoría de la evolución de Darwin puso en cuestión la teoría
creacionista y echó por tierra el argumento de Pablo. Sin embargo la Iglesia
oficial, me refiero a la Católica, que es la que más conozco, mantiene el
argumento contra viento y marea, manteniendo intacto al mismo tiempo el dogma de
la Inmaculada Concepción de María, la madre de Jesús, a la que se supone que,
por privilegio divino, nació libre del pecado original.
La cuestión que late en el fondo es la de si es posible o no la democracia.
En la democracia se parte del principio de que todos somos inocentes mientras
nos se demuestre lo contrario, en los sistemas autoritarios se parte del
principio contrario, que todos somos culpables incluso aunque se demuestre lo
contrario, lo que justifica que el poder es dueño de la vida de las personas y
puede acabar con ella sin responsabilidad alguna. Es el triunfo del Dios de
poder y de culpa del Antiguo Testamento frente al Dios de querer y de
responsabilidad del Nuevo.
Esto es plantear el tema de Dios en sus más profundas raíces, muy lejos de la
superficialidad a que estamos acostumbrados, la que sólo es posible mantener
gracias a la ignorancia de la gente, la que se ha alimentado con el
adoctrinamiento en el que se han mantenido durante siglos a las poblaciones.
Pero quizá la novedad de este trabajo, de este Dios está de vacaciones,
esté en que para desarrollarlo nosotros desechamos entrar en los fangales de la
erudición, también en los arrebatos de la imaginación más desbocada,
ateniéndonos prácticamente a los textos canónicos reconocidos por la propia
Iglesia. Ahora bien, entrando en ellos sin complejos y sin miedos, sin interés
partidista alguno, únicamente con la noble voluntad de leerlos en busca de la
verdad. Porque en el problema de fondo, lo que hay es un problema de verdad.
Así, nos vamos a encontrar con la sorpresa de que Jesús, contra todo lo que nos
han enseñado, no fundo religión alguna, que todas son jerárquicas y
autoritarias, sino que lo que realmente fundó fue una iglesia o asamblea
horizontal y democrática en la que nadie se distinguiese por su poder, sino por
su afán de servicio a los demás.
Del saber acerca de Dios se ocupa la teología, generalmente de manera
religiosa confesional interesada, lo que inevitablemente conduce a dogmas que,
como ocurre en cualquier saber, hacen imposible el progreso. Nuestra tradición
judeocristiana es un buen ejemplo. Hace dos mil años un hombre llamado Jesús de
Nazaret, dotado de una gran inteligencia, y de una generosidad y de un valor
casi sobrehumano, se atrevió a predicar un mensaje que quería ser de
verdad, de justicia y de paz, y acabó colgado en una cruz.
Los que se dijeron sus seguidores mitificaron al personaje convirtiéndolo en
Jesucristo y haciendo de aquel sencillo mensaje de esperanza para los de abajo
una religión muy ventajosa para los de arriba.
Y en esta encrucijada estamos hoy, en la dura respuesta que los de arriba
están dando para evitar que los de abajo rompan la muralla defensiva que Yahvé
mandó poner a Moisés alrededor del monte Sinaí a fin de aislar a los de abajo e
impedir su ascenso a los secretos del poder y a sus trampas. Porque lo cierto
es que este mundo que se dice cristiano, no siempre resulta evangélico. Así,
este Dios que desde niños nos enseñaron como existente, más bien parece
que está de vacaciones, especialmente como idea única en la que
todos nos podamos entender. Por esto pensamos que el Dios único que todo hombre
honesto busca, difícilmente lo va a encontrar en una teología cerradamente
religiosa y confesional, sí va a poder encontrarlo en una que sea abiertamente
laica y no confesional, en la que pueda moverse con libertad y sin dependencias
jerárquicas.
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Acerca de Julián Sanz Pascual |
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Julián Sanz Pascual, a pesar de tener un largo historial como escritor
de artículos en revistas y de publicación de ensayos diversos, también ha
cultivado géneros literarios como el cuento y la novela, habiendo publicado sólo
una hasta ahora: Los papeles rotos de la vida (1997). El protagonista es
un extraño filósofo, profesor un poco por causalidad en un colegio de
religiosos, bastante escéptico en materia de la religión tradicional de nuestro
país, lo que le acarrea dificultades sin cuento para poder ejercer su trabajo
con libertad.
De todas las maneras parece extraño que se puedan cultivar con eficacia a la
vez géneros tan distintos como la lógica, la filosofía del lenguaje, la historia
religiosa y, sobre todo, las matemáticas, además de géneros literarios como la
novela. La explicación puede estar en la historia personal del autor, que tiene
dos periodos de su vida distintos y bien definidos.
Antes de dedicarse a la filosofía, había cultivado de manera intensa la
narrativa, especialmente la novela. Lo que pasó fue que en aquellos años
cincuenta y sesenta las posibilidades de publicar literatura en España eran muy
escasas, sobre todo si no eras del régimen o te faltaba la habilidad o el
disimulo suficiente para disfrazar tus escritos con las formas que fuesen
capaces de pasar la censura. Y no me refiero sólo a censura oficial, sino
incluso a la autocensura, que era la peor de todas, especialmente la mía, que no
era capaz de pasarme un escrito que no tuviese profundidad, que es precisamente
lo que los hace peligrosos para el poder. También había que enfrentarse a las
reservas de los editores comerciales, los que habían de curarse en salud para
enfrentarse después a las exigencias del mercado a cuerpo limpio, sin subvención
alguna.
Mas yo nunca me he quejado de eso, y siempre he pensado que si no podía
publicar había sido por torpeza mía, por falta de habilidad, por no decir de
naturalidad para poder entrar de manera fácil en el mercado y poder vivir
de la literatura. Quizá la razón de fondo fue que yo, yendo para filósofo, no
disponía de los recursos técnicos necesarios para disfrazar lo superficial con
apariencias de profundidad, que era lo que entonces vendía. Fue en los primeros
años setenta cuando ya con más de cuarenta años a mis espaldas, estudié la
carrera de Filosofía en la Facultad de la Complutense de Madrid. El final de
esos estudios coincidió en España precisamente con la transición pacífica a la
democracia, la que nos llegó con la Constitución de 1978. Y fue en el año 1979
cuando aprobé las oposiciones para la Enseñanza Secundaria en los Centros del
Estado, ya en buenas condiciones de libertad, las que son absolutamente
necesarias para enseñar una materia tan conflictiva como la filosofía.
La propia carrera fue de lo más fecundo, pues, ya con la madurez que dan los
años y sobre todo las experiencias duras con las que me habían tocado
enfrentarme, me permitió hacer los estudios más bien por libre, al menos en
ciertos temas. Así, por ejemplo, en el tercer curso de carrera y primero de la
especialidad, una noche de 1975, después de una clase de la asignatura Filosofía
de la Naturaleza, también la llamábamos Filosofía de la Ciencia, a causa de
haber entendido mal lo que nos enseñó el profesor sobre el célebre teorema de
Fermat (1601-1665), descubrí nada menos que la cuarta dimensión del espacio. La
cosa puede parecer extraña, pero es muy sencilla, incluso la puede comprender
cualquier alumno por muy de letras que sea con tal de que no le tenga miedo a
los números, dándose además la paradoja que han sido precisamente los
profesionales de las matemáticas los que no han sido capaces de entenderlo y
asumir su valor.
Dicho teorema de Fermat, simplificado, dice que la ecuación de tres cubos,
x3 + y3 = z3, no tiene soluciones racionales,
cosa que está demostrada. A mí se me ocurrió que esto era debido a que al cubo
han de ser cuatro y no tres los números de esta ecuación cúbica, pues cuatro
como mínimo y no tres son los puntos que determinan un espacio. En efecto, por
simple tanteo, no tardé en descubrir que 33 + 43 +
53 = 63. Esta ecuación es al espacio lo que la de tres
cuadrados es al plano, el celebérrimo teorema de Pitágoras: 32 +
42 = 52. Entonces, lo mismo que la ecuación de tres
cuadrados tiene muchas soluciones, la de cuatro cubos también las tiene, éstas
por ejemplo: 73 + 143 + 173 = 203.
Pero yo aun llegué más lejos. Así, combinando desarrollos aritméticos y
geométricos completamente nuevos, sin otros instrumentos que una regla y un
compás, además de un bolígrafo y unos folios, fui capaz de resolver una ecuación
diofántica de quince cubos así de hermosa y que cualquiera puede comprobar:
963 = 783 + 663 + 423 +
253 + 243 + 183 + 173 +
153 + 143 + 123 + 73 + 53
+ 43 + 33
La dificultad de los matemáticos profesionales para comprender esto como algo
muy valioso está en que no aceptan que un alumno de letras como soy yo por mis
estudios académicos pueda enseñar algo a los alumnos de ciencias como son ellos.
Estamos ante la intolerancia a la que se llega en cualquier saber cuando se
institucionaliza corporativamente mediante dogmas. Es lo mismo que ocurre en las
religiones cuando se apoderan de la palabra Dios. En las matemáticas el dogma
desde muy antiguo es que el espacio tiene tres dimensiones y no cuatro como me
sale a mí. Pero, en fin, la historia siempre ha sido así de parda en nuestro
anciano país: lo que yo propongo es una herejía, y a los herejes siempre se les
ha quemado vivos. Tengo que añadir que ésta es una cuestión que he publicado en
libros, especialmente en La cuarta dimensión, una alternativa al teorema de
Fermat, también en algunos artículos. En ellos trato de demostrar que los
estudios de ciencias, en el fondo, no son nada distintos de los de letras. Baste
pensar que la escritura es espacial, geometría, y la lectura es temporal,
aritmética. La escritura da consistencia al lenguaje y facilita su análisis,
mientras que la lectura le da dinamismo y facilita su síntesis. Lo que pasa es
que esta relación entre las matemáticas y la escritura se ha perdido, y ahora se
presentan como cosas completamente distintas por no decir encontradas. Sin
embargo, a poco que se reflexione, fácilmente descubrimos relaciones entre el
arte literario y las ciencias, incluidas las matemáticas. Así, una narración es
una sucesión de hechos, exactamente lo mismo que una numeración. Incluso si nos
remitimos a la Biblia nos encontramos con el cuarto libro del Deuteronomio
que se titula Números. (Y los números no son el objeto de la
aritmética?
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