De Amores, rebeldías y más: La memoria rebelde
La poesía es fatalista por naturaleza, podría decir nuestro poeta Michael
Lima. Se escribe contra el destino no para salvarse de sus garras, cosa
imposible, sino para aprehenderlo y comprenderlo, para robarle su sentido
último, su esencia.
La encrucijada que une en el espacio-tiempo al poeta con su amada lleva en sí
la desgracia, que sería una desgracia especular, en cierto modo la desgracia de
todos los amantes, condenados a descubrirse a si mismos en los ojos de la amada
como Narciso en su reflejo en el agua. El amor se expresa también en el rostro
de la amada y en su cuerpo, un sol de verano sin sombras. Una concepción
muy romántica del amor como ideal, pero un ideal no exento de pasión y pena. En
este poemario la poesía se busca y se halla en el fondo del alma, realidad de un
mismo sueño, pero el amor es fuente de vida, y su ausencia fuente de muerte. Así
la amada es ideal de vida, es decir, destino, fatalidad ya desde el primer
momento, el momento del primer amor. Pero el poeta, que escribe desde el
recuerdo, sabe que sólo la poesía puede salvarlo de este pecado original al
inmortalizar su sentimiento.
Así también la rebeldía, una vez cumplido el pacto, se estrella contra la
misma imposibilidad. El poeta lo sabe y nos lo dice: Caminé laberintos de
estúpidos sueños/ y nada quedó de lo que tanto amaba. La separación,
siempre inevitable, deja a los amantes en puertos distantes y distintos, y nada
se puede hacer contra eso salvo escribirlo, dar fe del fracaso. Quizá por eso
estamos para siempre fuera del paraíso.¿Por qué habremos crecido de
golpe?, se pregunta nuestro poeta. Es la pregunta esencial, la confirmación
de una lucidez que descubre el origen de toda rebeldía en el recuerdo de ese
paraíso del que somos expulsados cuando crecemos, es decir, cuando perdemos para
siempre la inocencia.
El conocimiento exige también su dosis de ignorancia para ser soportado. Y es
que el poeta, todo poeta en realidad, para salvarse a si mismo tiene que salvar
en sus versos la inocencia del niño perfecto que todos llevamos
dentro.
Estamos pues ante una poesía escrita con sencillez, sin artificios pomposos,
pero una poesía escrita también desde la rebeldía y el corazón. En su verso
sencillo el poeta nos habla del barrio, la familia, los hijos, las amistades, es
decir, de la Vida, que es todo lo que tenemos y todo lo que podemos ganar o
perder en el envite. En un verso memorable nos recuerda que los hijos, regalo de
Dios, dan sabor a la vida pero no son la vida misma, nuestra vida, que es única,
insustituible, irreversible. De ahí que ese sentido de la justicia que anima al
poeta lo haga replantearse su relación con los demás. Pero hay un momento
también en que las palabras no pueden decirlo todo, un momento en que las
palabras sólo producen un horrible vacío interior como dice el poeta. Es el
momento de identificarse con los débiles. Yo soy el barrio. Yo soy la
rebelión del pobre que reza. El poeta se hace uno con la comunidad: se vuelve
madre sufrida, vieja y pobre parroquia suburbial, se hace testigo de su verdad y
de su tiempo, al fin hombre con los demás hombres. Ha encontrado así un sentido
para su vida y he aquí que la poesía se justifica por él y a través de él, como
obra esencialmente humana.
María Teresa Fusari