Treinta años después de El nombre de la rosa, Umberto Eco vuelve para mostrarnos que, en la literatura y en la vida, nada es lo que parece y nadie es quien dice ser. Todo tiene que ver con la conveniencia, y así hasta puede acabar triunfando el rufián que desconfía de todos y que siempre se mantiene alerta, aunque no se mueva casi de ese sitio en el que lo vemos al comenzar esta historia verdaderamente extraordinaria. París, marzo de 1897. Las primeras páginas de El cementerio de Praga nos muestran a un hombre de sesenta y siete años que escribe sentado a una mesa, en una habitación abarrotada de muebles: es el capitán Simonini, un piamontés afincado en la capital francesa, que desde muy joven se dedica al noble arte de crear documentos falsos. De pocas palabras, misógino y glotón, el capitán se inspira en los folletines de Dumas y Sue para dar fe de complots inexistentes, fomentar intrigas o difamar a las grandes figuras de la política europea. Caballero sin escrúpulos, Simonini trabaja al servicio del mejor postor: si antes fue el gobierno italiano quien pagó por sus imposturas, luego llegaron los encargos de Francia y Prusia, e incluso Hitler acabará aprovechándose de sus malvados oficios, esos que hacen brillar cada página de esta magnífica novela.
Umberto Eco, ensayista italiano de renombre internacional y profesor en la Universidad de Bolonia, hizo su entrada triunfal en el mundo de la ficción con El nombre de la rosa, una novela que lo convirtió en un autor apreciado por la crítica y por el gran público. A esta obra le siguieron El péndulo de Foucault, La isla del día de antes, Baudolino y La misteriosa llama de la reina Loana. Ahora, a los treinta años de su primer éxito en el mundo de la narrativa, aparece El cementerio de Praga. Todas sus novelas y sus ensayos, entre los que se destacan Historia de la belleza, Historia de la fealdad, El vértigo de las listas y Nadie acabará con los libros, de reciente publicación, están recogidos en el catálogo de Lumen.
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