Un prólogo partido en dos
Primera parte
Para quienes todavía no trabajaron con
Taller de corte & corrección
Hace mil años que dejaron de salir, pero todavía los recuerdo
con cariño. Entreverados en el kiosco del subte al lado de Batman y Linterna
Verde, te enseñaban a hacer de todo: jugar al tute, zurcir una media, levantar
una casa o comerle la dama a Bobby Fisher. Prodigios de la miniatura, podías
llevarlos en el bolsillo del pantalón para salir inmediatamente de cualquier
apuro. Los memoriosos saben que estoy hablando de los libritos de la serie El
Ayudante Práctico, la quintaesencia del vademécum. ¿Quién no los tuvo en la mano
alguna vez? Los sacaba Editorial Cosmopolita, aquella del logo con el mundito
anteojudo en mangas de camisa. Gracias a uno de ellos me enteré de cómo los
vascos habían inventado el juego de la pelota cuando no estaban escalando
paredes de ladrillo o levantando moles de piedra.
No mucho después, ya enamorado para siempre de la literatura,
empezaron a caerme encima toneladas de ensayos, exégesis, aproximaciones,
reflexiones, análisis de todo tipo. Y eso estuvo muy bien, porque -en el mejor
de los casos- la crítica me permitió acercarme a las Bellas Letras desde un
lugar de privilegio.
Dije acercarme, sí. Salvo que en sentido abstracto.
Aquellos libros no se parecían para nada a los del Ayudante
Práctico. Te contaban cómo volaba el avión, pero no te enseñaban a pilotearlo.
Te explicaban la estructura de la pared, pero ni hablar de ponerte a mezclar
cemento con tus propias manos.