He aquí una de las grandes y bellas cuestiones que hayan sido jamás suscitadas. No se trata en absoluto, en este discurso, de esas sutilezas metafísicas que han invadido todos los campos de la literatura, y de las cuales no están siempre exentos los programas de Academia; sino de una de esas verdades que tienden a hacer la felicidad del género humano.
Preveo que se me perdonará difícilmente la resolución que he osado tomar. De frente contra todo lo que constituye hoy la admiración de los hombres, no puedo esperar sino la reprobación universal, pues no por haber sido honrado con el beneplácito de algunos sabios, debo contar con el del público. He emprendido mi camino y no me cuido de satisfacer ni a los sabios ni a las gentes a la moda.
Habrá en todos los tiempos hombres hechos para ser subyugados por las opiniones de su siglo, de su país y del medio en que viven. Tal constituye hoy el espíritu fuerte y el filósofo, que, por idéntica razón, no debería ser más que un fanático del tiempo de la Liga; mas no se debe escribir para tales lectores cuando se quiere vivir más allá de un siglo.
Una palabra más, y he terminado. Contando poco con el honroso premio que se me ha concedido, después de su envío, he refundido y aumentado este discurso hasta el punto de hacer de él, en cierta manera, una obra distinta. Hoy me he creído obligado a restablecerlo a su estado primitivo en el cual fue premiado. He dejado solamente algunas notas y dos adiciones fáciles de reconocer, las cuales la Academia no habría quizá aprobado. He pensado que la equidad, el respeto y el reconocimiento exigían de mí esta advertencia.