Era completamente inútil continuar la conversación. Mi padre se
adoraba a sí mismo, y sólo concedía importancia a sus propias palabras. Lo que
decían los demás no tenía valor alguno para él.
Por otra parte, yo sabía que el tono altivo con que hablaba del
trabajo físico no obedecía tanto a su entusiasmo por el fuego sagrado como al
temor que le inspiraba la opinión pública: si yo me hubiera convertido en un
simple obrero, el escándalo en la ciudad habría sido enorme. Pero lo que
principalmente le mortificaba era que todos mis compañeros de escuela hubieran
terminado hacía tiempo sus estudios universitarios y se hubieran conquistado una
posición. El hijo del director del Banco era jefe de una oficina muy importante,
y yo, el hijo único del arquitecto municipal, no era nada aún.
No se me ocultaba que el seguir hablando no conducía a nada, a
no ser a un grave disgusto; pero continuaba sentado frente a mi padre,
defendiéndome débilmente, para ver si lograba que me comprendiese. La cuestión
no pedía ser mas sencilla: no se trataba sino de encontrar una manera de ganarse
el pan. Y mi padre no se hacía cargo de la sencillez de la cuestión, y me
hablaba sin cesar, con frases afectadas, del fuego sagrado, de Borodino, del
abuelo poetastro hacía tanto tiempo olvidado, etc., etc. Me trataba de idiota,
de imbécil, de cabeza hueca, y, sin embargo, yo sólo quería que me comprendiese.
A pesar de todo, él y mi hermana me inspiraban gran cariño. Acostumbraba, desde
mi infancia, a no hacer nada sin su consejo. Estaba tan arraigada en mí esa
costumbre, que desembarazarme no podré de ella nunca. Obrase o no con razón,
siempre temía afligirlos, siempre temía que le diese a mi padre un ataque
hemipléjico cuando se enfadaba conmigo, pues la ira le ponía fuera de sí, le
subía la sangre a la cabeza.