I
A tres kilómetros de la aldea de Obruchanovo se construía un
puente sobre el río.
Desde la aldea, situada en lo más eminente de la ribera alta,
divisábanse las obras. En los días de invierno, el aspecto del fino armazón
metálico del puente y del andamiaje, albos de nieve, era casi fantástico.
A veces, pasaba a través de la aldea, en un cochecillo, el
ingeniero Kucherov, encargado de la construcción del puente. Era un hombre
fuerte, ancho de hombros, con una gran barba, y tocado con una gorra, como un
simple obrero.
De cuando en cuando aparecían en Obruchanovo algunos
descamisados que trabajaban a las órdenes del ingeniero. Mendigaban, hacían
rabiar a las mujeres y a veces robaban.
Pero, en general, los días se deslizaban en la aldea apacibles,
tranquilos, y la construcción del puente no turbaba en lo más mínimo la vida de
los aldeanos. Por la noche encendíanse hogueras alrededor del puente, y
llegaban, en alas del viento, a Obruchanovo las canciones de los obreros. En los
días de calma se oía, apagado por la distancia, el ruido de los trabajos.
Un día, el ingeniero Kucherov recibió la visita de su
mujer.
Le encantaron las orillas del río y el bello panorama de la
llanura verde salpicada de aldeas, de iglesias, de rebaños, y le suplicó a su
marido que comprase allí un trocito de tierra para edificar una casa de campo.
El ingeniero consintió. Compró veinte hectáreas de terreno y empezó a edificar
la casa. No tardó en alzarse, en la misma costa fluvial en que se asentaba la
aldea, y en un paraje hasta entonces sólo frecuentado por las vacas, un hermoso
edificio de dos pisos, con una terraza, balcones y una torre que coronaba un
mástil metálico, al que se prendía los domingos una bandera.