El nombre de Laucha -apodo y no apellido- le sentaba a
las mil maravillas.
Era pequeñito, delgado,
receloso, móvil; la boca parecía un hociquillo orlado de poco y
rígido bigote; los ojos negros, como cuentas de azabache, algo saltones,
sin blanco casi, añadían a la semejanza, completada por la cara
angostita, la frente fugitiva y estrecha, el cabello descolorido,
arratonado...
Laucha era, por otra parte, su
único nombre posible. Laucha le llamaron cuando niño en la
provincia del interior donde nació; Laucha comenzaron a apodarle
después, allí donde lo llevó la suerte de su vida, desde
temprano aventurera; por Laucha se le conoció en Buenos Aires, llegado
apenas, sin que a nadie se pudiese atribuir la invención del sobrenombre,
y Laucha le han dicho grandes y pequeños durante un período de
treinta y un años, desde que cumplió los cinco, hasta que
murió a los treinta y seis...
De sus mismos labios oí la
narración de la aventura culminante de su vida y, en estas
páginas, me he esforzado por reproducirla tal como se la escuché.
Desgraciadamente, Laucha ya no está aquí para corregirme si
incurro en error; pero puedo afirmar que no me aparto de la verdad muchos
centímetros.