Pues bien, ¡sea lo que quiera! Me decido a correr todos los
riesgos; se me crea o no, cedo a una irresistible necesidad de revivir toda
aquella serie de sucesos extraordinarios, cuyo prólogo viene a hallarse
constituido, en cierta manera, por la carta de mi hermano.
Mi hermano Marcos, de veintiocho años de edad a la sazón, había
alcanzado ya éxitos sumamente lisonjeros como pintor de retratos.
El más acendrado y afectuoso cariño nos unía; por mi parte
había alguna dosis de amor paternal, ya que tenía ocho años más que Marcos; casi
niños aún, nos habíamos visto privados de nuestros padres, y yo, el primogénito,
tuve que ser el encargado de educar a Marcos; y, como éste mostraba excelentes
aptitudes y disposiciones para la pintura, le impulsé hacia esa profesión, en la
que debía llegar a obtener éxitos tan halagüeños como merecidos.
Pero he aquí que, de pronto, Marcos se hallaba en vísperas de
casarse.
Hacía ya algún tiempo que residía en Raab, una importante
ciudad de Hungría meridional; las semanas pasadas en Budapest, la capital, donde
había hecho gran número de retratos, muy generosamente pagados, le permitieron
apreciar la acogida de que son objeto los artistas en Hungría; luego, una vez
terminada su estancia, había descendido felizmente por el Danubio, desde
Budapest a Raab.
Entre las primeras familias de la ciudad, citábase la del
doctor Roderich, uno de los más renombrados médicos de Hungría. A un patrimonio
bastante considerable unía una importante fortuna adquirida en el ejercicio de
su profesión. Durante las vacaciones que todos los años se concedía, y que
empleaba en hacer viajes a Francia, Italia o Alemania, los clientes ricos
deploraban vivamente su ausencia; también la lamentaban los pobres, a quienes
jamás negaba su asistencia y cuidados, pues su caridad no desdeñaba a los más
humildes, lo cual le conquistaba naturalmente la estimación de todos.