Así están las cosas
¡Se va a dar vuelta! ¡Se va a dar vuelta! ¡Se va a dar vuelta
para mirarme! No. El tipo dobla en la esquina y desaparece.
Desaparece.
Qué desilusión.
La culpa es mía. No tendría que estar en cuatro patas
suplicando por una mirada. Si está claro que el tipo ya tiene su vida armada,
sin motivo siquiera para preguntarse si vale la pena darse vuelta. Todo por esa
puta baldosa floja. No debería haber corrido desde el taxi hasta la puerta de la
clínica. Me hubiese evitado este patético intento por sujetarme de los hombros,
de la remera, del pantalón del hombre que justo salía del caserón pegado a la
clínica. El tipo terminó de cerrar la puerta sin inmutarse. Como si yo, en
cuatro patas, fuera un perro o una iguana.
El hombre puso el llavero en el bolsillo del pantalón y se fue
caminando, bolso al hombro y pelo mojado, hacia la esquina. ¿Qué hombre no
reaccionaría frente a un manotazo a sus pantalones? ¿Será que este tipo es uno
de esos de patillas largas tan obsesionado con haber encontrado a la
mujer, que no ve, no siente, no vive? ¿O soy yo que no lo atraigo? ¿Tendrá
una novia histérica que lo vuelve loco? ¿O soy yo que no lo atraigo? ¡Cómo no me
voy a quedar de rodillas!
Pero el tipo dobló en la esquina y desapareció.
¡Qué ganas de ser distinta! Y no ésta que sigue en cuatro
patas, furiosa y transpirada. Mejor me levanto, toco el timbre de la clínica y
dejo que mi vida continúe.
***
Somos dos las que esperamos. La recepcionista no tiene nada
mejor que hacer que observarnos. Sé lo que piensa; para ella somos dos minitas
sin nada en la cabeza y con una cuatro por cuatro estacionada en la puerta.
Conmigo se equivoca. La otra chica que espera está cruzada de piernas y mira
concentrada su agenda haciendo anotaciones aquí y allá. Las dos tenemos una
camisa blanca y el pelo rubio hasta los hombros. Pero ella es mucho más flaca,
se le nota incluso sentada.