Julio 4
Querido Horacio,
Al despedirnos en la fiesta, vi que luchabas por atrapar una
lágrima que asomaba a tus ojos y, con todo respeto, miré hacia otro lado. Sé
cuánto aborreces mostrar tu sensibilidad en público. Yo también lloré, de susto
probablemente, porque el saber que ya no estarás al otro lado del teléfono y a
escasos diez minutos de mi casa me llenó temporalmente de terror. ¿A qué horas
tomé esta decisión, amigo mío, en qué momento salí de casa y me enfilé a lo
desconocido sin amparo y red protectora... por qué fue necesario cortar la
historia para reinventar otra? ¿Con qué fin tenté al destino para teñirlo de
distintos tonos? Preguntas, preguntas, preguntas... ¿crees qué algún día hallaré
respuestas?
Sin embargo, a pesar de que el temor persiste y un gran vacío
se llenó de distancia, estoy lista para iniciar la búsqueda que me empujó hasta
aquí. La ilusión es una, la realidad es otra.
Al llegar al aeropuerto Ben Gurion en Israel, después de la
interminable travesía, corroboré que me esperaba un individuo de habla hispana
que habría de dirigirme, junto con otras diez personas provenientes de México,
para pasar los trámites necesarios que nos convertirían en nuevos inmigrantes
-olim hadashim-. El proceso fue sencillo y expedito, quizás porque era viernes
por la tarde y todos anhelaban ir a descansar. Me desconcertó tanta rapidez y
erróneamente pensé que todos los trámites serían iguales.
Me dieron el documento migratorio temporal que ampara mi legal
estancia en el país y una suma de dinero que me permitiría sobrevivir el primer
mes, en menos de una hora. Me indicaron que, después de dos semanas, debería
presentarme en la Oficina del Ministerio del Interior con toda la documentación
para que me entregaran mi teudat zeut -tarjeta de identidad Así, tan
sencillamente, me convertiría en nueva inmigrante israelí con todas las de la
ley.