En el Vaticano II se nos decía que «A la Iglesia toca hacer
presentes y como visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado»..
«Hay que anunciar al Dios vivo», pide el Concilio a los creyentes. Muchos
de nuestros contemporáneos han optado por no creer; la mayoría, más que una
consciente decisión por la increencia, no han estimado esta cuestión como digna
de que ocupase su atención y su tiempo, con lo que, de hecho, han tomado la
decisión que no querían molestarse en tomar. Decidieron encogerse de hombros y
mirar para otro lado. «Ni siquiera se plantean la cuestión de la existencia de
Dios, porque, al parecer, no sienten inquietud religiosa alguna y no perciben el
motivo de preocuparse por el hecho religioso».
Pero lo curioso en nuestro tiempo es que tantos creyentes se
encuentren acomplejados por el solo hecho de ser creyentes. Cuando se nos tolera
parece que se nos está haciendo un favor. Y no está mal esta purificación cuando
occidente vivió épocas al revés: apenas se toleraba que hubiera alguien que confesara no
tener fe. Una purificación a este respecto saldrá beneficiosa. Pero la
increencia no tiene la autoridad de un tribunal que nos perdone la vida a los
creyentes. No tiene de su lado ni a la ciencia, ni a la historia, ni a la razón.
El creyente hoy se ha purificado y no ha buscado la hipótesis Dios para hallar
explicación. No la necesita. Pero buscando a Dios con pureza de intención ha
encontrado la respuesta a la dimensión sentido y la piedra clave que sustenta el
edificio de lo importante en su vida. Es él quien desde su posición de
espectador contempla los desasosiegos de los no creyentes para buscar el
fundamento a una ética secularizada que no tenga el fundamento de lo Absoluto,
al que tiene que evitar para no caer en la confesionalidad.
El Vaticano II nos dio a todos un empujón hacia valores que
hasta entonces habían estado muy en segunda fila en nuestra fe: la tolerancia,
la humildad, el diálogo, el pedir perdón a quienes siempre habíamos juzgado
equivocados por no ser de los nuestros. Poco a poco, sin darnos
cuenta, con
estas hermosas cualidades, fueron entrando también la pusilanimidad, la
cobardía, el menosprecio del tesoro que teníamos en nuestros veinte siglos de
existencia. A aquella intrepidez misionera de tantos que llegaron incluso a la
imprudencia y avasallar, le fue sustituyendo poco a poco un acoquinamiento que
menguaba energías, un encogimiento más propio de tímidos que de apóstoles,
transformándonos a los creyentes en gente cobarde y asustada, en masa apocada
entretenida en melindres, fotocopias, reuniones y documentos.
Por otro lado, hemos sido feroces en la crítica. No sé si en la
historia de la humanidad llegaríamos a encontrar una entidad como la Iglesia
Católica, que sea capaz de hacerse a sí misma, y sufrir desde fuera a la vez,
una crítica tan encarnizada como la que ha sufrido en esta segunda mitad del
siglo XX y seguir subsistiendo amada precisamente por los mismos hijos que tan
duramente la hemos criticado. En esas críticas el punto de referencia es el
Evangelio de Cristo; pero éste marca utopías y aspiraciones tan altas que
siempre ha sido fácil encontrar enanos miopes, aunque sean jerarcas, que no
llegan a divisar siquiera esas alturas. Y no por eso hemos tenido siempre razón
en nuestras críticas. ¿Hubo siempre humildad en
ellas? ¿No estuvieron en algunas ocasiones
mezcladas de derrotismo y falta de espíritu?